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NotaPublicado: 21 Jun 2021 11:57 
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El día en que Hitler ordenó que las tropas alemanas invadiesen la URSS, en la madrugada del 22 de junio de 1941, hace 80 años, perdió la Segunda Guerra Mundial. La Operación Barbarroja, como se bautizó aquella invasión en homenaje al emperador Federico I, hizo inevitable la derrota del nazismo, aunque también llevó la guerra a un nivel de salvajismo desconocido hasta entonces: el objetivo del Tercer Reich no era vencer a sus enemigos, sino exterminarlos. Los cuatro años que quedaban de conflicto se encuentran entre los más sangrientos de la historia, no solo en los frentes de batalla, sino también en la retaguardia porque fue entonces cuando comenzó el asesinato sistemático de los judíos europeos.

En su delirio racial, el dictador nazi Adolf Hitler pensaba que un país que consideraba poblado por Untermenschen (subhumanos) sería subyugado en cuestión de semanas, como había ocurrido con Polonia, Francia o los Países Bajos. El dictador soviético Josef Stalin, desconfiado y despiadado asesino de masas, creyó ciegamente –contra informaciones contrastadas de las que disponía– que Alemania no rompería el pacto de no agresión que había firmado dos años antes. Su Ejército, diezmado durante las grandes purgas, no estaba en absoluto preparado. El coste en vidas de este error es imposible de medir; pero Hitler no supo calcular ni la inmensidad del espacio soviético, ni su capacidad de producción industrial, ni los cientos de miles de soldados de refresco enviados a combatir desde los confines de la URSS.



Con este acto homenaje, la comunidad internacional también ha reconocido en Moscú el sacrificio de los pueblos de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Putin he hecho hincapié en que los "eventos más brutales y decisivos del drama y resultado" de la guerra se desarrollaron en la URSS, recordando las batallas de Moscú y Stalingrado. "Liberando Europa y luchando por Berlín, el Ejército Rojo llevó a un final victorioso de la guerra",ha dicho el presidente ruso.


El historiador militar británico Antony Beevor, uno de los grandes expertos en el conflicto, autor de obras como Stalingrado o Berlín. La caída, responde con un “casi con toda seguridad” cuando es preguntado sobre si la invasión selló la suerte de Alemania. “Ello se debió a que Hitler no aprendió las lecciones no solo de la derrota de Napoleón en 1812, sino sobre todo las de la guerra chino-japonesa desde 1937, a pesar de que Chiang Kai Shek contaba con asesores alemanes”, explica Beevor por correo electrónico. “Si un Ejército defensor, por muy mal armado y entrenado que esté, tiene una enorme masa de tierra a la que retirarse, entonces el atacante, por muy bien entrenado o armado que esté, perderá todas sus ventajas. La única esperanza de victoria de Hitler era convertir la invasión de la Unión Soviética en otra guerra civil levantando un ejército de un millón de ucranios y otros antisoviéticos, como se le instó a hacer, pero se negó a poner a los Untermenschen eslavos en uniformes alemanes por principios”.

El último libro del historiador británico Jonathan Dimbleby, publicado en abril, lo deja claro desde el título: Barbarossa. How Hitler lost the war (Barbarroja. Como Hitler perdió la guerra). “La invasión de la Unión Soviética por parte de Hitler fue la mayor, más sangrienta y más bárbara empresa militar de la historia”, escribe Dimbleby. “Cuando sus Ejércitos llegaron a las puertas de Moscú, en menos de seis meses, cualquier perspectiva que Hitler pudiera haber tenido de realizar su delirante visión de un Reich de los Mil Años ya se había desvanecido”.

Todas las cifras que rodean la Operación Barbarroja son espeluznantes: a las 03.15 de la madrugada, hora de Berlín, el Ejército alemán abrió un frente de 2.600 kilómetros, con la colaboración de sus aliados italianos y rumanos. Un total de tres millones de militares (148 divisiones, el 80% del Ejército alemán) participaron en una ofensiva apoyada en 600.000 caballos y 600.000 vehículos. “No se debe olvidar que la invasión alemana fue básicamente una operación dependiente de los caballos”, explica el historiador estadounidense Peter Fritzsche, profesor emérito de la Universidad de Illinois y autor de obras de referencia como Vida y muerte en el Tercer Reich. Cuando el clima ruso se abatió sobre el Ejército invasor, la dependencia de los caballos se demostró crucial.

El avance fue rápido y despiadado –Beevor cuenta en su libro La Segunda Guerra Mundial que una unidad de caballería se mostraba orgullosa de haber matado a 200 soldados enemigos en combate y a 13.788 civiles en la retaguardia–, pero según avanzaba el verano la resistencia se hacía cada vez más intensa en el frente y los ataques guerrilleros se multiplicaban detrás de las líneas. La brutalidad nazi desencadenó una reacción patriótica, pero también una lucha desesperada por sobrevivir. Tres millones de prisioneros de guerra soviéticos murieron en manos de los nazis, de los que dos millones fallecieron en 1941, la mayoría de hambre. Ante esa perspectiva, sumada a los comisarios políticos omnipresentes en el Ejército rojo, combatir era casi la única forma de tener una oportunidad, por pequeña que fuese, de salir con vida.


En otoño, las líneas de abastecimiento alemanas comenzaron a quebrarse con decenas de miles de soldados, sus caballos y sus vehículos atrapados en el barro. El general invierno ruso inutilizó una parte del armamento alemán, mientras que los soldados no tenían ropa adecuada para temperaturas siberianas: como Hitler pensaba que la ofensiva sería cuestión de semanas, no había previsto un equipo especial para el frío del que sí disponían los soldados soviéticos. El fracaso en la toma de Moscú significó un punto de no retorno en la ofensiva y en la guerra.

Aunque las tropas nazis ya habían puesto en marcha unidades dedicadas exclusivamente al asesinato de civiles, con la Operación Barbarroja el exterminio de los judíos europeos entró en una nueva fase. Peter Fritzsche explica que “el avance de la ofensiva fue inmediatamente acompañado por ataques asesinos contra las comunidades judías, incluyendo horribles pogromos que los alemanes trataron de instigar utilizando a la población local”. “Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre cuándo se concibió el Holocausto como una solución final que implicaba el asesinato a gran escala”, prosigue Fritzsche. “Posiblemente fue en el verano de 1941, en este espíritu de euforia desatado por la ofensiva. El 31 de julio de 1941 se difundió la orden explícita de destruir las comunidades judías, incluyendo a las mujeres y los niños”.


Cuatro unidades de Einsatzgruppen –escuadrones de la muerte– fueron desplegadas detrás de las líneas para llevar a cabo estos asesinatos masivos. Sin embargo, existe actualmente un consenso entre los historiadores de la Shoah en que estos asesinatos masivos no hubiesen podido llevarse a caso sin la complicidad activa del Ejército regular alemán y de colaboradores locales. “La Operación Barbarroja representó un punto de inflexión”, ha escrito Yona Kobo, investigadora del Yad Vashem y comisaria de la exposición virtual The Onset of Mass Murder sobre las víctimas civiles de la invasión, que puede verse actualmente en la web del museo del Holocausto de Jerusalén. “Hasta entonces, las medidas antisemitas consistían sobre todo en meter a los judíos en guetos y campos de concentración, pero la invasión trajo consigo el asesinato en masa y luego la deportación a campos de exterminio. Primero asesinaron a los hombres y pronto a todas las mujeres, niños y bebés”.

En la Navidad de 1941 un millón de judíos habían sido asesinados, la mayoría en la URSS. En 1942 comenzaron a funcionar las cámaras de gas. “Es una grotesca ironía”, escribe Jonathan Dimbleby, “que el crimen más incalificable del siglo XX fuera el único elemento de la visión apocalíptica del Führer para el Tercer Reich que, hasta los últimos meses de la guerra, no se vio excesivamente obstaculizado por la derrota en el campo de batalla”.
https://elpais.com/internacional/2021-0 ... ndial.html

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NotaPublicado: 10 Nov 2021 12:03 
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Cualquier guerra enfrenta al historiador, al lector, a la persona que se interesa por ella, a una dicotomía irreconciliable: el horror desatado en forma de destrucción y muerte contra la admiración y la belleza de los actos de heroísmo individual. Esta singularidad bélica se conjuga con gran nitidez en la llamada Operación Castigo, el ataque con "bombas rebotadoras" que efectuó el Escuadrón 617 de la Real Fuerza Aérea Británica para reventar las dos grandes presas de Alemania, las del Möhne y del Eder, en el valle del Ruhr, en la noche del 16 al 17 de mayo de 1943.

La empresa fue una proeza tecnológica —el empeño del ingeniero autodidacta Barnes Wallis parió un arma revolucionaria para satisfacer un desafío que frustraba al alto mando británico desde 1938— y humana: 130 aviadores británicos, canadienses y australianos, más un estadounidense y dos neozelandeses, de los que apenas regresaron la mitad, destruyeron dos de las mayores estructuras artificiales del mundo para anegar las tierras de cultivo y la relevante industria de la región. Lo lograron volando a una velocidad fija de 355 km/h durante dos horas y media a una altura tan baja que los cables de luz resultaban una amenaza tan letal como los antiaéreos. Solo en esas condiciones extremas podía resultar efectiva la bomba especial de 4,5 toneladas, la Upkeep.

Sin embargo, las consecuencias fueron terribles. "La catástrofe del Möhne", como se la conoce en Alemania, acabó con la vida de unas 1.400 personas, casi todas civiles y más de la mitad de origen francés, polaco, ruso y ucraniano —en su mayoría mujeres esclavizadas por Hitler—. Hubo más víctimas que en ningún ataque anterior de la RAF contra los territorios del Tercer Reich. Guy Gibson, el comandante del escuadrón, reconoció ingenuamente al año siguiente: "No habíamos pensado en la posibilidad de que nadie se ahogara. Confiábamos en que los vigilantes de la presa alertarían a tiempo a los que vivían más abajo; aunque fueran alemanes. A nadie le gusta una masacre, a nosotros no nos gustaba causarla. Además, eso nos equiparaba a Himmler y su tropa".
El comandante Guy Gibson (segundo por la derecha) y sus hombres suben al Avro Lancaster A3-G .



La legendaria misión para la memoria británica, sujeto de películas y obras literarias, la revisa ahora en Operación Castigo (Crítica) el gran historiador militar Max Hastings. Su sensacional y novedosa narración, precisamente, está vertebrada en todo momento por esa dicotomía devastación-heroísmo. "Dos sentimientos encontrados han teñido el estado de ánimo de este autor mientras redactaba este relato, y me parece imposible lograr reconciliarlos a satisfacción. Primero siento admiración por la brillantez y personalidad de Barnes Wallis, y asombro por la proeza lograda por el Escuadrón 617 y en especial Guy Gibson, su líder. Pero también siento horror ante la catástrofe bíblica que la Operación Castigo desató sobre todos los atrapados en la crecida de los ríos Möhne y Elder", reconoce el reportero.

Su ensayo, que se nutre de una detallada investigación y de entrevistas con algunos de los protagonistas, es profundo y vasto en cuanto a puntos de vista. Hastings, especialista en la II Guerra Mundial —en los últimos meses en castellano se han publicado dos de sus clásicos: Guerreros (Desperta Ferro) y Overlord (La Esfera de los Libros)—, contextualiza con generosidad el bombardeo y su finalidad, traza una vibrante reconstrucción minutada de la misión y dibuja un pintoresco lienzo humano en forma de biografías de los aviadores, la mayoría adolescentes, jóvenes idealistas a los que se prometió que la destrucción de las presas causaría a las industrias bélicas de Alemania un daño superior a todo cuanto había logrado hasta entonces ninguna fuerza aérea. "Nos formábamos con un solo objetivo: matar. Y teníamos una sola esperanza: vivir", señaló uno de ellos.


Chastise —nombre de la operación en inglés— fue una de las escasas ocasiones en que las armas británicas ocuparon los titulares de todo el mundo. Sin embargo, no fue tan decisiva para el transcurso de la guerra como se aventuraba. En realidad, su principal logro fue obligar a la Alemania nazi a desviar una cantidad ingente de recursos que no llegaron a los frentes terrestres. "Los logros del Escuadrón 617 contra las dos presas que destruyeron representaron un prodigio de historia, pericia y atrevimiento —y suerte— que ningún comandante responsable podía exigir que repitiera a ninguna otra fuerza similar", resume Hastings.

De la misma forma que se incluyen loas a la pericia aeronáutica británica y al arrojo de los aviadores del Comando de Bombarderos, el historiador no regatea las escalofriantes descripciones y consecuencias de la operación. Reventar la presa del Möhne soltó sobre el valle inferior cien millones de toneladas de agua, encabezadas por una ola que llegó a alcanzar los doce metros de altura. "El agua barrió el [paisaje del] Sauerland como una fuerza primitiva que asolaba y mataba a una velocidad de seis metros por segundo y creó inundaciones que acabaron por extenderse por más de 150 kilómetros, hasta la confluencia del Ruhr y el Rin", relata el historiador.
Portada de 'Operación Castigo'.

Portada de 'Operación Castigo'. Crítica

Además del coste de vidas humanas, por el derrumbe de la presa del Möhne perecieron casi seis mil reses y 625 cerdos; más de cuatro mil hectáreas de terrenos agrícolas quedaron incultivables por la inundación; casi un centenar de fábricas y más de un millar de casas fueron destruidas; 46 puentes de ferrocarril o carreteras se habían derrumbado o visto afectadas. En el valle del Elder las bajas civiles se cuantificaron en 47 debido a la despoblación que afectaba la zona.

Hastings resume en la introducción del libro el difícil encaje de la historia de los revientapresas: "Los aviadores hicieron realidad una hazaña que causó asombro en todo el mundo: con orgullo, entre las naciones aliadas; con horror y aprensión, entre el pueblo alemán y sus líderes". La dicotomía de cualquier guerra.
https://www.elespanol.com/cultura/histo ... 650_0.html

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NotaPublicado: 13 Jun 2022 08:31 
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La toma de la comuna de Ecouché constituía un pilar más de la operación Falaise Pocket, una serie de movimientos de las fuerzas aliadas que buscaban cercar y cortar la retirada a los ejércitos nazis en los compases finales de la batalla de Normandía. Tras la rápida ocupación de la ciudad el 13 de agosto de 1944, los integrantes de la Nueve, una compañía integrada en la División Leclerc, tuvieron que emplearse a fondo para poder asegurarla. Durante los cinco días siguientes fueron bombardeados por error por la aviación estadounidense, soportaron un intenso fuego de artillería e hicieron frente a varios contraataques alemanes.

En el fragor de esos intensos choques, José Nadal Artigas fue alcanzado en la cabeza por una ráfaga enemiga y perdió la consciencia. El anarquista catalán, viendo el inminente desenlace de la Guerra Civil, había huido a Francia en febrero de 1939. Fue internado en el campo de Argelès-sur-Mer junto a su hermano Constant, del que lograron huir seis meses después ayudados por unos campesinos de la zona. José y sus camaradas alcanzaron Lyon y empezaron a trabajar en una mina de Saint-Étienne. Tras la firma del armisticio, se alistó voluntario por cinco años en la Legión extranjera gala, y el rumbo de la II Guerra Mundial le empujaría a combatir en el seno de las Fuerzas Francesas Libres.

Antes de resultar herido, Nadal Artigas presenció cómo Constant, que también formaba parte de la legendaria compañía, cayó abatido por las balas enemigas. "Cuando me desperté, estaba en el hospital. Estuve allí veinticuatro horas, hasta que un teniente me dijo que mi hermano había muerto", recordaría años más tarde. Su pérdida la achacaba a un grave error estratégico del líder de la Nueve, el capitán Raymond Dronne. "Salí del hospital dispuesto a matar a Dronne. Pero mis compañeros me lo impidieron. Tras la guerra, sin embargo, no sé cómo, nos hicimos amigos".
Integrantes de la 9ª Compañía de la División Leclerc, más conocida como la Nueve.

Integrantes de la 9ª Compañía de la División Leclerc, más conocida como la Nueve.

Ecouché significó el bautismo de fuego de la Nueve, pero también un punto de inflexión en su historia: fue el lugar donde la compañía registró sus primeras bajas y el momento en que los veteranos embarcados en África en el verano de 1943 empezaron a ser reemplazados por jóvenes franceses recién alistados.

Porque a pesar del mito que envuelve la memoria de la Nueve como "los españoles que liberaron París", en realidad se trató de "una compañía transnacional", como demuestra con numerosa documentación el historiador Diego Gaspar Celaya en su nueva obra, Banda de cosacos (Marcial Pons). Desde su creación y hasta su disolución en 1945, al menos 360 hombres de catorce nacionalidades —181 españoles, decenas de antifascistas europeos, jóvenes norteafricanos y franceses huidos de la metrópoli— sirvieron en sus filas. El propio curso del conflicto iría modificando la original mayoría española, sobre todo excombatientes republicanos, en favor del colectivo galo.
El refugio de Hitler

El profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y experto en el estudio de los voluntarios españoles en las fuerzas de la Francia libre firma una profundísima investigación en la que no solo recoge la historia de la Nueve a nivel cuantitativo, la procedencia geográfica y la edad media de los reclutas —27 años a 24 de agosto de 1943, fecha de creación de la División Leclerc— o los combates en los que participaron.

Traza, además, un valioso ejercicio de historia social que indaga en aspectos como las motivaciones bélicas de los soldados, en sus intentos de deserción o en su comportamiento durante los períodos de formación y descanso en retaguardia —desde los bailes flamencos en Inglaterra de Luis Cortés, el Gitano, hasta las jornadas de prostitución y alcohol en el parisino Bois de Boulonge—. Una narración, en definitiva, que permite reconstruir con sumo grado de detalle la experiencia del antes, el durante y el después de la guerra de estos "cosacos", en la que llegaron a cruzarse con Ernest Hemingway.

De los 125 españoles de la Nueve que desembarcaron el 4 de agosto de 1944 en el sector de Utah Beach, casi un mes después del Día D, veintisiete morirían en las batallas de Ecouché, París y Chatel-sur-Moselle, y al liberar diversas poblaciones en su avance hacia Estrasburgo.

Banda de cosacos
Diego Gaspar Celaya
Marcial Pons Historia, 2022. 416 páginas. 30,40 euros

Gaspar Celaya arroja luz sobre algunos de los momentos que han contribuido a armar la leyenda reciente de la compañía. La Nueve, con veintitrés vehículos, formó parte del destacamento de 170 militares —había 68 españoles— a las órdenes de Dronne que alcanzó el Ayuntamiento de París, sin encontrar apenas resistencia alemana, en la noche del 24 de agosto. Según el autor, que rechaza el empleo de las etiquetas heroicas, "fueron la vanguardia de los miles de hombres que liberaron la capital francesa al día siguiente". De hecho, los semioruga de los cosacos eliminaron a varios francotiradores activos durante las celebraciones por la victoria, minadas por las bombas de la Luftwaffe.

En la memoria popular de la Nueve también se destaca su participación en la captura de la localidad de Berchtesgaden y del Nido del Águila de Hitler, en pleno corazón de los Alpes bávaros. Lo cierto es que la compañía tuvo que sofocar diferentes focos de resistencia en torno al pueblo de Inzell y no llegó hasta el 5 de mayo de 1945 a la mencionada población, un día después de la infantería estadounidense. Eran 38 los españoles que quedaban. Algunos de ellos subieron dos días después al Berghof y se llevaron "recuerdos".

"Seguimos luchando hasta que llegamos al mismo refugio de Hitler. Allí terminó la guerra [...] Me desmovilizaron a finales de agosto de 1945. Nunca volví a España", recordaba José Nadal Artigas. Un héroe para Europa, un rojo desafecto perseguido en su país.
https://www.elespanol.com/el-cultural/h ... 353_0.html

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NotaPublicado: 27 Mar 2023 14:01 
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Adolf Galland fue el as de ases de la 'Luftwaffe'. Los datos hablan por sí mismos: en las 705 misiones de combate en las que participó, derribó un total de 104 aviones enemigos; todos ellos en el frente occidental. El alemán se cobró 53 Spitfire; 31 Hurricane; un P-38; un B-24 Liberator; 3 B-17 y 4 B-26 Marauder. Casi nada. Pero hasta los más versados pilotos pueden cometer errores; y él no fue menos. En 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, un fallo durante una 'pelea de perros' (combate en los cielos) colaboró en que fuera alcanzado por un caza aliado. Aunque sobrevivió, fue su último enfrentamiento.
Cara a cara

Galland luchó su última 'pelea de perros' el 26 de abril de 1945. Así lo confirma el historiador Robert Forsyth en su ensayo histórico, 'Me 262 Northwest Europe 1944–45', donde especifica que el genio de los cazas despegó con su unidad a las once y media de la mañana desde el aeródromo de Riem. En esta región de Múnich alzaron el vuelo dos docenas de aparatos pertenecientes al 'Jagdverband 44' (JV 44). Aquello no era moco de pavo. «Este escuadrón había ido formado en marzo y se había convertido en la unidad más extraordinaria formada en la historia de la aviación hasta hoy en día», explica Felipe Botaya en 'Operación Hagen'.

No le falta razón. Galland llevaba desde febrero en busca y captura de los mejores pilotos que rondaran todavía por el renqueante Tercer Reich. Y había reclutado desde oficiales renegados hasta aviadores válidos, pero que habían pasado la última parte de la Segunda Guerra Mundial en hospitales aquejados de ansiedad. «Al saber de la nueva unidad de Galland, muchos quisieron enrolarse; otros, literalmente, se escaparon de sus escuadrones respectivos, y sin ninguna orden de transferencia se enrolaron», añade el autor español. Y doce de ellos partieron con una misión clara aquel 26 de abril: interceptar los B-26 Marauder aliados que se dirigían a la base de Lechfeld y el depósito de municiones de Schrobenhausen.

Galland tenía claro que ni toda la experiencia atesorada a lo largo de la Segunda Guerra Mundial les serviría para vencer una guerra que ya estaba perdida. Su única esperanza, como desveló en un discurso a sus pilotos, era ganar alguna batalla y retrasar el avance aliado en lo posible. Morir mantando. «Desde el punto de vista militar la guerra está perdida. Nuestra acción aquí no puede cambiar nada... Yo continuaré luchando, porque el combate me tiene atrapado, porque me siento orgulloso de formar parte de los últimos pilotos de caza de la 'Luftwaffe'... Solo los que sientan lo mismo que yo deben seguir volando conmigo», inquirió.

A su favor tenía los flamantes Me-262 recién salidos de las fábricas germanas de Messerschmitt, los primeros cazas a reacción que entraron en activo en el conflicto. Estos revolucionarios aparatos alcanzaban una velocidad nunca vista hasta entonces, 850 kilómetros por hora, un 25% más veloz que sus contrarios norteamericanos. En su momento, Galland lo cubrió de loas:

«El avión 262 es un gran éxito. Nos va a proporcionar una increíble ventaja en la guerra aérea, siempre que el enemigo siga utilizando el motor a pistón. La aeronavegabilidad me ha producido la mejor impresión. Los motores son totalmente convincentes, excepto en el despegue y en el aterrizaje. Este avión abre las puertas a posibilidades tácticas totalmente nuevas».

A su vez, Galland y sus colegas recibieron poco antes de partir una nueva arma secreta ~evolución, vaya– idónea para segar aparatos enemigos en el aire. Tal y como explica Philip Kaplan en 'Ases de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial', eran «unos dispositivos portacohetes situados bajo las alas capaces de contener veinticuatro cohetes R4M de cinco centímetros». Cada uno de ellos podía derribar un bombardero pesado y permitían la piloto permanecer fuera del alcance del fuego enemigo. «Apuntando bien, si se disparaban todos los cohetes al mismo tiempo, teóricamente podían hacer blanco en varios bombarderos», completa el experto anglosajón en su obra.


A cambio, los alemanes solían enfrentarse en los cielos a los populares P-47 Thunderbolt. El historiador y periodista Jesús Hernández, autor una infinidad de ensayos históricos sobre el conflicto como 'Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial', explica a ABC que este aparato «ofrecía un gran rendimiento en todo tipo de acciones» a pesar ser algo antiguo. «Los pilotos experimentos hacían incluso ataques a tierra contra tanques y camiones, y eran requeridos para destruir puentes, muy difíciles de acertar con las técnicas de bombardeo habituales», explica a este diario. En las 'peleas de perros' daba todavía la talla gracias a que era de los más veloces en lanzarse en picado.

La realidad, no obstante, es que los Me-262 eran enemigos demasiado modernos y raudos para estos cazas diseñados en los años treinta y lanzados a los cielos en 1941. «Hay que reconocer que el P-47 no destacaba en nada en particular, salía perdiendo en los duelos aéreos con la 'Luftwaffe', y carecía de la mística que acompañaba a otros aparatos norteamericanos como el P-51 Mustang o la Fortaleza Volante B-17, pero la realidad es que se utilizó con profusión a lo largo de toda la guerra debido a su dureza y versatilidad, y acabaría integrando la fuerza aérea de 24 países, así que creo que este aparato merece un reconocimiento», sentencia Jesús Hernández.
Batalla a muerte

El 26 de abril resonaron tambores de guerra con nubes dispersas y poca visibilidad. El 'Jagdverband 44' partió con la idea de derribar media docena de B-26 Marauder; y Galland fue el primero en divisarlos. Los alemanes lo tenían todo a su favor, menos la experiencia. Las pocas misiones a lomos de estos aviones les provocaron severos problemas a la hora de evaluar la velocidad de aproximación a los pesados y lentos bombarderos. Para colmo, a pesar de ubicarse a la distancia de seguridad recomendada, los disparos defensivos lanzados desde aquellas fortalezas voladoras alcanzaban a sus chicos. Muy mal asunto.

Por si no había ya bastantes problemas, el as cometió un error de novato en el momento de atacar. «Al principio, con la excitación, olvidó abrir el dispositivo de seguridad de los cohetes. Cuando estaba en perfecta posición de tiro, Galland presionó el botón, pero los cohetes no se dispararon», explica Kaplan. Aunque tuvo que acercarse un poco más, los cañones si funcionaron. 'Tac, tac, tac, tac, tac'. Uno de los Marauder de la formación estalló envuelto en llamas. En su caída, además, golpeó a uno de sus colegas y le provocó daños severos. Pero Galland, a cambio, recibió varios disparos en su Me-262 que le dañaron un motor y generaron una espesa nube de humo.


Y de ahí, al desastre. Galland no vio como, de la nada, un P-47 descendió para proteger los Marauder. Su Me-262 era una señal de humo volante. Las balas surcaron el cielo. Tras el fuego, la cabina y el tablero de instrumentos saltaron en pedazos; la rodilla derecha quedó muy dolorida. ¿Habría cambiado algo haber hecho fuego antes con los misiles? Nunca lo sabremos. Lo que sí conocemos es el nombre y apellido del piloto aliado que pilotaba aquel aparato: James J. Finnegan, del 50º grupo de caza de la Novena Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos. Y tenemos estos datos porque él mismo narró aquella 'pelea de perros' poco después de la Segunda Guerra Mundial:

«Lo recuerdo bien porque fue la primera vez que vi estos aviones en vuelo. Se usaban desde octubre de 1944 y nos repetían que nos encontraríamos con ellos. Sin embargo, como sucedió con otra información de inteligencia que recibimos en esos tiempos, hasta entonces no se había materializado la amenaza. […] Los cazas alemanes iban por debajo del mío, y yo ni siquiera vi venir [a Galland]. Derribó un B-26 y después a otro. ¡Boom! Galland viró para hacer otra pasada. Yo me pregunté: 'Dios, ¿qué demonios son estas cosas?' y me preparé para atacar. Estaba cerca de los 13.000 pies, y él, entre los 9.000 y los 10.000. Me lancé en picado. Solté una ráfaga de tres segundos y pude ver los impactos en el Me-262».

Así recordó Galland aquel encuentro en sus memorias:

«Una lluvia de fuego me envolvió. Sentí un golpe en la rodilla derecha y el panel de instrumentos se hizo añicos. El motor derecho también recibió un impacto; su cubierta de metal se soltó con el viento y se desprendió en parte. Después ocurrió lo mismo con el izquierdo. Solo tenía un deseo: salir de ese 'cajón' . Pero luego me paralizó el terror de recibir un disparo mientras caída en paracaídas. La experiencia me había enseñado que eso era algo factible. Tras algunos ajustes, pude controlar mi maltrecho Me-262. Después de pasar una capa de nubes ví la 'Autobahn' debajo. Delante estaba Múnich y, a la izquierda, Riem. En unos segundos estaría sobre el aeródromo».


Para evitar más problemas, Galland apagó los dos motores mientras se dirigía al borde del aeródromo. El aterrizaje fue de película; la rueda del morro estaba desinflada por un disparo y no tenía frenos. Pero, a pesar de ello, consiguió detener el avión, salir a toda velocidad de su interior y meterse en el cráter de una bomba. Porque sí, mientras él acometía aquella peligrosa maniobra, la unidad de P-47 había empezado a descargar su furia sobre la zona. «Según calcularon Galland y sus pilotos, el combate se saldó con cinco aviones enemigos destruidos y ninguna baja alemana. Galland fue conducido a un hospital de Múnich, donde se ocuparon de su rodilla y le escayolaron la pierna», explica el autor anglosajón.
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A las puertas del invierno, en noviembre de 1942, la sensación que predominaba en el alto mando nazi era de que la batalla de Stalingrado por fin estaba a punto de acabar. Friedrich Paulus, el comandante del Sexto Ejército, envió un mensaje de felicitación a sus exhaustos soldados: "La ofensiva de verano y otoño ha terminado con éxito (...) Las acciones de los mandos y la tropa pasarán a la historia como un episodio especialmente glorioso". Hitler incluso llegó a encargar un escudo de campaña especial que se concedería a todos los veteranos del enfrentamiento.

Sin embargo, ese optimismo no era compartido por un anónimo Landser —término alemán para referirse a un soldado de infantería de primera línea— que escribió a su casa desde la miseria de una trinchera cavada entre los escombros de la ciudad a orillas del Volga: "No os preocupéis, no os enfadéis, porque cuanto antes esté bajo tierra, menos sufriré". Su rabia era evidente, como si estuviese presagiando la devastadora y audaz contraofensiva lanzada pocos días después por el Ejército Rojo, la Operación Urano, que cambiaría el sino de la II Guerra Mundial. "A menudo pensamos que Rusia debería capitular, pero esta gente inculta es demasiado estúpida para darse cuenta".

Por primera vez en el conflicto germanosoviético, una ciudad se había convertido en el centro neurálgico de una gran batalla. La toma de Stalingrado había consumido por completo al 6. Armee, el ejército de campaña más poderoso de la Wehrmacht. En cuatro meses se había transformado en una frágil espada demasiado mellada. Un joven oficial de primera línea describía así, con una enorme crudeza, el fragor de los combates:

"Con los rostros empapados en sudor nos bombardeamos unos a otros con granadas en medio de explosiones, nubes de polvo y humo, pilas de argamasa, ríos de sangre, pedazos de muebles y de seres humanos (...) Imagínate Stalingrado, 80 días y noches de lucha cuerpo a cuerpo. Las calles ya no se miden en metros, sino en cadáveres. Stalingrado ya no es una ciudad. Por el día es una gigantesca nube de humo cegador y abrasador, un horno enorme iluminado por la reflexión de las llamas; cuando se hace de noche (una de esas noches sangrientas, ruidosas y muy cálidas) los perros se lanzan al Volga e intentan desesperadamente nadar hasta la otra orilla; para ellos, las noches en Stalingrado son un horror. Los animales huyen de este infierno, las piedras más duras no lo pueden soportar, solo los hombres aguantan".

Las tropas nazis revivían las pesadillas inculcadas en todo niño alemán por sus padres y maestros. "Stalingrado es el infierno en la tierra. Es Verdún, es el maldito Verdún con nuevas armas. Atacamos cada día. Si capturamos 20 metros por la mañana, los rusos nos expulsan de ahí por la tarde", narraba un soldado.

Un sargento de una división de infantería hablaba a sus familiares sobre "días y noches de resignada desesperación (…) el temor insuperable que sigues aceptando aunque tu cerebro ya no funcione con normalidad". Tras confesar que había sobrevivido a una "carnicería", pidió a los suyos que leyeran "sobre la guerra de pie, entrada ya la noche, cuando estéis cansados, tal como yo estoy escribiendo ahora mismo, al amanecer, mientras se me pasa el ataque de asma (...) escribiendo en un agujero en el fango".

A lo más hondo de la agonía humana, del horror, de la destrucción total, es a donde nos arrastra Jonathan Trigg, reconocido autor sobre la II Guerra Mundial y antiguo oficial del Ejército británico, en Stalingrado. La batalla vista por los alemanes (Pasado&Presente). Todos esos sentimientos, esos temores, los resume la carta de otro Landser: "Al menor susurro, aprieto el gatillo de la ametralladora y disparo ráfagas de balas trazadoras (...) Si tan solo pudieras entender lo que es el terror…". Siguiendo la misma fórmula ya empleada en obras anteriores, como las dedicadas a la Operación Barbarroja, el desembarco de Normandía o la derrota final nazi en Berlín, el experto en la maquinaria bélica del Tercer Reich reconstruye el decisivo choque tal como lo vieron los alemanes y sus aliados.
Final espantoso

Trigg ahonda de forma vívida en el nuevo paisaje bélico, urbano, al que se vieron empujados a combatir las tropas de la Wehrmacht, y todos los desafíos y trucos planteados por los soviéticos en su particular Rattenkrieg para sostener como fuese sus posiciones. "Practicaban orificios entre las buhardillas y los desvanes y durante la noche regresaban a toda prisa como ratas por las vigas y situaban sus ametralladoras detrás de alguna de las ventanas superiores o alguna chimenea derrumbada", recordaba un soldado.


Una de las grandes pesadillas para los alemanes en Stalingrado fueron los francotiradores rusos, con Vasili Záitsev a la cabeza, un antiguo oficinista de la marina que había aprendido a disparar cazando lobos y venados en sus Urales natales y que se cobró más de dos centenares de presas. El soldado Arthur Krüger resumía así el terror a los tiradores de precisión enemigos: "Andar por ahí de día era suicida".

El investigador, muy crítico con las decisiones del "quisquilloso" Paulus, dedica gran parte de su obra a subrayar las carencias logísticas de los nazis, sobre todo la escasez de combustible, munición y comida. Durante los 71 días —entre el 24 de noviembre de 1942 y el 2 febrero de 1943, fecha de la rendición— que duró el puente aéreo, la Luftwaffe apenas pudo entregar al rodeado Sexto Ejército un tercio de los requisitos mínimos diarios. "Estoy agotado, pero no puedo dormir por la noche; en cambio sueño con los ojos abiertos, sueño con pasteles, pasteles, pasteles", alucinaba un Landser. "Tan solo peso 42 kg, nada más que piel y huesos, un muerto viviente", sentenciaba otro.
Stalingrado. La batalla vista por los alemanes



A los heridos, como el cabo Eitel-Heinz Fenske, rasgado por 48 fragmentos de metralla, los rescataban como buenamente podían: "Nos envolvieron en los llamados sacos de transporte aéreo, sacos de papel de tres capas de unos dos metros de longitud para que no nos congelásemos en las temperaturas de hasta 50ºC bajo cero que se registraban durante los vuelos".

Stalingrado fue un gancho demoledor a la moral nazi, por mucho que la propaganda lo tratase de ocultar. Karl Dönitz, que dirigiría la Marina de guerra alemana, reconocería que, tras la derrota, "quedó claro que no podíamos esperar ganar la guerra contra Rusia". Siegfried Westpahl, un oficial superior del Ejército, fue más tajante: "Nunca antes en la historia de Alemania un grupo tan grande de tropas había acabado de un modo tan espantoso".
https://www.elespanol.com/el-cultural/h ... 272_0.html

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En los cielos del sur de Inglaterra, entre el verano y el otoño de 1940, se libró la primera gran batalla aérea de la historia, un evento crucial de la II Guerra Mundial. Francia acababa de caer ante el imparable empuje de la Wehrmacht, que arrollaba toda Europa con su superioridad táctica y operacional. Y Adolf Hitler se enfrentaba a un nuevo desafío: derrotar a Reino Unido. El objetivo de los nazis y su fuerza aérea, la Luftwaffe, consistía en lograr la superioridad aérea destruyendo la Royal Air Force británica para forzar a Wiston Churchill a capitular o para allanar el terreno de una invasión terrestre.

Día tras día, desde principios de julio hasta finales de octubre, los bombarderos alemanes Heinkel y Junkers, protegidos por los cazas Messerschmitt Bf-109, lanzaron sus ataques sobre los puertos del Canal de la Mancha y las infraestructuras costeras, los aeródromos y, finalmente, sobre Londres, en el famoso Blitz. Para los británicos, el choque fue una agónica empresa de contención a la espera de que la llegada del invierno y el mal tiempo imposibilitasen los vuelos y la lluvia de bombas enemigas.

El triunfo final de los defensores se explica por el éxito de la táctica desarrollada por el comandante neozelandés Keith Park, uno de los responsables del Mando de Cazas (Fighter Command) de la RAF, que consistía en mandar uno o dos escuadrones de Spitfire y Hurricanes para tratar de sabotear los ataques alemanes lo más rápido posible —una estrategia pragmática que se impuso a la "Big Wing", es decir, crear una gran formación aérea, como defendía el famoso doble amputado Douglas Bader—, y al desarrollo de un sistema de control y alerta temprana que dependía del radar.




¿Pero realmente el resultado de la batalla de Inglaterra pudo haber sido diferente? Un innovador análisis aplicado a la historia militar que combina los estudios históricos con los matemáticos asegura que sí. No estamos hablando de una ucronía, sino de una metodología desarrollada por una serie de investigadores que indaga en otros posibles desenlaces de batallas históricas como la de Jutlandia (1916) y acontecimientos bélicos como la intervención estadounidense en la guerra de Vietnam o la crisis entre las dos superpotencias de la Guerra Fría que se desarrolló como consecuencia del ejercicio militar Able Archer 83.

El equipo de historiadores y matemáticos formado por Brennen Fagan, Ian Horwood, Niall MacKay, Christopher Price y Jamie Wood acaba de presentar los resultados de su investigación en el libro Quantifying Counterfactual Military History (Routledge). Con respecto a la batalla de Inglaterra han empleado una herramienta estadística conocida como bootstrap, un método de simulación mediante remuestreo a partir de los propios datos disponibles —los 112 días de combates, el número de vuelos y de pérdidas de aeronaves y pilotos de cada bando, las condiciones atmosféricas, los objetivos, etcétera—, para identificar lo que tendría que haber hecho la Alemania nazi para vencer.



Los errores que más se le han achacado a Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe, fueron la estrategia de empezar a bombardear Londres y tratar de aislar económicamente a Reino Unido hundiendo los barcos que cruzaban el canal. De Hitler también se ha resaltado su falta de claridad sobre la táctica a seguir para derrotar a Churchill. Si hubiera lanzado las hostilidades el 16 de junio, poco después de la retirada de Dunkerque, en lugar del 10 de julio, la RAF habría dispuesto de 165 pilotos menos para organizar su defensa.

El contrafactual manejado por los investigadores consiste en combinar la rápida conclusión del führer de que una victoria militar sobre Reino Unido debía lograrse mediante una invasión precedida por una victoria aérea con la orden a los bombarderos nazis de atacar un claro objetivo: los aeródromos e infraestructuras del Comando de Cazas de la RAF y no la economía británica o los buques de la Royal Navy. En este escenario, el método estadístico asegura que los británicos no habrían tenido pilotos y aeronaves suficientes y que los alemanes se habrían impuesto en la batalla aérea como paso previo a la ocupación.

"Podemos decir con algún argumento cuantificado que era materialmente posible que Reino Unido hubiera perdido la batalla y, por lo tanto, hubiera sido invadida", resumen los autores. "La metodología bootstrap nos permite cuantificar comparaciones de puntos de vista opuestos respecto a decisiones diferentes, proporcionando un punto de partida para el análisis cualitativo en lugar de reducir el debate a meros encontronazos de opiniones. Esto es lo que hacen las matemáticas: su verdad se encuentra en el argumento que conecta las suposiciones con las conclusiones, no en las conclusiones mismas".


¿Y qué hubiera pasado si los nazis llegan a ganar la batalla de Inglaterra? Los historiadores han debatido sobre la viabilidad de una hipotética invasión alemana de las islas británicas y su eventual fracaso ante la superioridad de la Royal Navy frente a la Kriegsmarine. En cualquier caso, no fue una idea somera, sino un plan ratificado por una directriz firmada por el mismo führer el 16 de julio de 1940. El nombre en clave que se utilizó para la operación fue "León Marino". Y hubo preparaciones materiales, como el acondicionamiento de barcazas fluviales para que la Wehrmacht cruzase el Canal. Pero este interrogante ya no lo pueden responder las matemáticas.

"Al escribir historia, siempre se debe recordar que un hecho histórico es simplemente uno de innumerables posibilidades hasta que el actor histórico se mueve o un evento ocurre, momento en el cual se hace real", explican los investigadores sobre la utilidad de su trabajo. "Para comprender esa posibilidad que se convirtió en la evidencia también debemos comprender las que finalmente no tuvieron lugar".
https://www.elespanol.com/historia/2023 ... 093_0.html

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El escuadrón de la muerte nazi de panaderos y taxistas: cómo se volvieron sanguinarios monstruos
Un reciente en Netflix basado en un libro de Christopher Browning invita a pensar en la condición humana andentrándose en la psique de los criminales del Holocausto.



En plena Segunda Guerra Mundial, los Panzer alemanes arrasaron la Unión Soviética en la Operación Barbarroja de 1941. Tras los soldados de la Wehrmacht que combatían en el frente, marchaban 130 batallones de la policía nazi. Estos escuadrones de la muerte, Einsatzgruppen, tuvieron la macabra tarea de "barrer" y "limpiar" de judíos las ciudades y guetos de Europa del Este durante el Holocausto. Su objetivo era hacer hueco a la "raza aria" que luchaba por su "espacio vital".

Entre estas unidades sanguinarias sobresalió el Batallón de Reserva Policial 101 de Hamburgo, responsable del asesinato de 38.000 hombres, mujeres y niños y de enviar a los campos de extermino a más de 45.000 seres humanos. ¿Eran monstruos? El documental Aquellos hombres grises, basado en el libro homónimo de Christopher Browning y estrenado hace unos días en Netflix, intenta responder a esta pregunta.

El primer fusilamiento masivo en el que participaron los integrantes de este escuadrón lo recordaron con gran lujo de detalle. Fue improvisado y les pasó factura. El Alto Mando era consciente de la situación y les ofrecieron barra libre de alcohol. "Si tengo que repetirlo me vuelvo loco", comentó un policía a un suboficial. Con el paso del tiempo se fueron acostumbrando y dejaron de pensar.
Un prisionero judío a punto de ser ejecutado por un miembro del Einsatzgruppe D, cerca de la aldea ucraniana de Vínnitsa, en 1941.


Lo más llamativo del Batallón 101, el cuarto más letal de todos los escuadrones de la muerte nazis, responde al hecho de que la práctica totalidad de sus miembros eran ciudadanos normales y corrientes de clase media. Antes de la guerra eran taxistas, mecánicos o panaderos. Algunos estaban casados y eran padres y aún así cumplieron con sanguinaria eficacia las órdenes genocidas de fusilar a quemarropa a miles de inocentes, niños incluidos.


En el fondo eran conscientes de lo que hacían, pero lo hicieron. Lo más aterrador de esta historia es que no tenían nada de extraordinario ni fuera de lo común antes de vestir el uniforme. No estaban llenos de odio ni especialmente entusiasmados por la ideología y propaganda nazi.



El documental explora los mecánismos psicológicos empleados por estos asesinos que antes de la guerra jamás se habrían planteado participar en fusilamientos y deportaciones masivas. En una de estas deportaciones a las cámaras de gas de Treblinka, los trenes iban tan cargados que estos hombres tuvieron que cerrar las puertas usando clavos.

Una mañana de julio de 1942, en Józefów, Polonia, el comandante Trapp, del Batallón 101, se plantó al frente de sus hombres visiblemente compungido y les informó que tenía que darles una orden terrible, pero quien quisiera podría negarse. Unos pocos lo hicieron y no hubo ninguna represalia oficial más allá de una nota en el expediente y de convertirse en parias y "cobardes" una vez los asesinatos masivos se convirtieron en la norma.
Monstruos normales

Si el primer asesinato lo recordaban de forma vívida, el resto empezaron a convertirse en borrosas experiencias. Atravesando un duro proceso de insensibilización, aseguraban no recordar lugares ni personas más allá de fugaces imágenes. La gran mayoría "cumplió con su deber", pero rápidamente se observaron tres grupos de comportamiento dentro del batallón, según el historiador Christopher Browning.

Uno de ellos se volvió salvaje y sádico, aprendieron a disfrutar y divertirse con su tarea a la que se entregaron con macabro entusiasmo. El segundo y más numeroso serían los pasivos, quienes no tomaron la iniciativa en ningún momento y solamente obedecían las órdenes superiores, convirtiendo sus crímenes en un trabajo, sucio desde luego, pero una rutina al fin y al cabo. "Alguien tenía que hacerlo", se excusaron cuando fueron procesados. Por último, están los objetores de conciencia, como el teniente Heinz Baumann, quien pidió el traslado a Alemania y fue visto como un "blando" por sus compañeros.

Este último grupo se corresponde con las personalidades más fuertes que no se dejaron presionar por la brutal combinación de coacción, manipulación psicológica y libre albedrío que convirtió a sus compañeros en fríos y eficaces asesinos.



Entre 1947 y 1948 ,una vez finalizada la guerra, los comandantes de los Einsatzgruppen fueron juzgados por sus crímenes en el Palacio de la Justicia de Núremberg. Los detalles de sus asesinatos y la abrumadora cantidad de víctimas pudieron ser cuantificados gracias al minucioso registro de los mismos por los oficiales. El fiscal jefe del caso, Benjamin Ferenz, afirmó que la situación le abrumó cuando llegó al millón de asesinados. En total, se estima que llegaron a un 1.400.000, principalmente civiles.

Durante todo el juicio, Otto Ohlendorf, general de División de las SS y máximo responsable de los batallones policiales, colaboró en todo momento con el tribunal respondiendo con sinceridad a sus preguntas. En ningún momento demostró remordimientos por sus acciones, que consideraba necesarias para proteger Alemania. El veredicto no se hizo esperar, fue declarado culpable y condenado a muerte, por lo que terminó colgando de una soga el 7 de junio de 1951 en la prisión de Landsberg.

El Holocausto no ha sido el último genocidio, crimen de guerra ni asesinato en masa de la humanidad. Cada uno tiene un contexto y una historia específica, pero cuentan con la colaboración de personas corrientes. La historiadora Hilary Earl concluye que "todos podemos convertirnos en asesinos bajo las circunstancias adecuadas". El documental invita a la reflexión personal avisando sobre lo maleables y vulnerables que somos. Al fin y al cabo, ¿las personas normales y corrientes somos monstruos?
https://www.elespanol.com/historia/2023 ... 383_0.html

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NotaPublicado: 24 Ene 2024 14:13 
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El Butcher Shop, pilotado por el comandante Paul W. Tibbets, que tres años más tarde estaba arrojando sobre Hiroshima la bomba atómica, fue el primero de los bombarderos B-17 estadounidenses que despegó de la base aérea de Grafton Underwood, en las Midlands de Inglaterra, el 17 de agosto de 1942. El objetivo de las doce Fortalezas Volantes de la 8.ª Fuerza Aérea era un núcleo ferroviario cercano a la ciudad francesa de Ruan, el inicio de una ofensiva de ataques diurnos cuya intensidad iría aumentado sin cesar hasta destrozar la voluntad y la capacidad combativa de la Alemania nazi.

Escoltados por los cazas Spitfire británicos, que ahuyentaron a los Messerschmitt alemanes, la misión "fue un paseo", como dijo uno de los aviadores. Solo uno de los B-17 sufrió daños por flak, la artillería antiaérea enemiga, y apenas dos tripulantes resultaron heridos, pero por una paloma solitaria que chocó contra el morro del plexiglás. Ruan fue la exitosa prueba inicial de una nueva forma de guerra, una que pretendía decantar la II Guerra Mundial para los aliados con una serie de bombardeos estratégicos desde gran altura que pretendían debilitar y destruir la red industrial y la cadena del esfuerzo bélico enemigo.

Sin embargo, aquello no fue más que un espejismo. Cuando las Fortalezas cuatrimotores fueron más allá del radio de acción de los Spitfires, los cazas de la Luftwaffe comenzaron a derribarlas con alarmante regularidad. El 10 de octubre de 1943, por ejemplo, durante un ataque a Münster, la 13.ª Ala de Combate perdió 25 bombarderos en tan solo cuarenta y cinco minutos. La guerra en los cielos, que se libró a una altitud que requería máscaras de oxígeno y con sudores a temperaturas de más de cincuenta grados bajo cero, se convirtió en una brutal batalla de desgaste, con una intensidad y una intimidad siniestra similar a la de los combates cuerpo a cuerpo en tierra.



"Con esta incursión, los jóvenes de los aeroplanos asumieron la carga de la guerra de bombardeo estadounidense de manos de los generales y de su personal de apoyo en tierra, los jefes que elegían los objetivos y planificaban las misiones", escribe Donald L. Miller, catedrático emérito de Historia del Lafayette College en Los amos del aire, libro en el que se basa la serie homónima de Apple TV producida por Tom Hanks y Steven Spielberg y publicado ahora en español por Desperta Ferro. "Antes de cada incursión, las dotaciones aéreas recibían detallados informes acerca de la meteorología, las defensas enemigas y la localización de los blancos, pero, una vez en el aire, las tripulaciones estaban solas, en otro mundo".


Hacia finales de la contienda, la 8.ª Fuerza Aérea había sufrido más bajas mortales, unas 26.000 —con 28.000 prisioneros—, que todo el Cuerpo de Marines (20.000). Un 77% los estadounidenses que volaron contra el Tercer Reich antes del Día D acabó muerto, herido, desaparecido o prisionero. Los aviones no podían hacer maniobras de evasión porque para lanzar las cargas necesitaban estabilidad. Las dotaciones, formadas por diez hombres, se apretaban a sus asientos, rezando por sortear el fuego enemigo. En marzo de 1944, cuando apareció el Mustang, un caza de escolta que podía ir hasta Berlín, el escenario cambió. Según el historiador, estas batallas previas al desembarco de Normandía —en total fue la operación militar más larga de la contienda— fueron cruciales en el desarrollo de IIGM.




"Las cifras no logran transmitir el trauma inimaginable en el interior de los bombarderos derribados o en los aviones dañados que regresaron de Alemania con tripulantes que sostenían la mano de sus amigos masacrados y tenían que no llegaran a tiempo para que los salvaran los médicos. No había sanitarios a 8.000 metros, ni hombres con brazaletes de la Cruz Roja que corrieran a auxiliar a sus compañeros acribillados. Aviadores que no sabían casi nada de primeros auxilios tenían que cuidarse entre ellos, así como de sí mismos", subraya Donald L. Miller, recordando que en el aire no había refuerzos.

Estas palabras del premier británico Wiston Churchill, que al principio había presionado al presidente Roosevelt para disolver la unidad y utilizar los bombarderos en incursiones nocturnas sobre las ciudades industriales del Ruhr, lo confirman: "En la primavera de 1944 (...) éramos maestros en el aire. La amargura de la lucha había generado en la Luftwaffe una tensión mayor de la que era capaz de soportar (...) Para nuestra superioridad aérea, que a finales de 1944 se convirtió en supremacía aérea, es necesario rendir un homenaje a la 8.ª Fuerza Aérea de Estados Unidos".

El libro de Miller es extraordinario por la hazaña que describe, pero sobre todo por conjugar esos grandes acontecimientos con las microhistorias de los intrépidos e idealistas bomber boys, muchos de los cuales apenas superaban la veintena y no se habían subido nunca a un avión. Sus biografías, como la de Robert "Rosie" Rosenthal, que completó las 25 misiones de su primer turno de servicio y 27 más como voluntario hasta ser derribado sobre Berlín el 3 de febrero de 1945 —por suerte cayó ya en territorio controlado por los soviéticos— conforman un volumen sobrecogedor y rebosante de episodios desagarradores.

La narración, además de con documentos de numerosos archivos, se sustenta en entrevistas a más de 250 veteranos de la 8.ª Fuerza Aérea, unidad formada unos meses después de Pearl Harbor en la base aérea del Ejército en Savannah, Georgia, por un variopinto elenco de hombres: ídolos de Hollywood, estrellas universitarias del fútbol americano, muchachos que limpiaban cristales, graduados en Historia por Harvard, mineros de carbón, vaqueros de Oklahoma, abogados de Wall Street... Había también extranjeros, pero no afroamericanos ya que su presencia estaba prohibida por la política oficial.


Uno de los éxitos para este tipo de guerra sin precedentes y que nunca más se ha vuelto a repetir fue el desarrollo de la mira Norden, "el arma secreta más importante de Estados Unidos antes del Proyecto Manhattan, un instrumento estabilizado por giroscopio que computaba deriva y ángulo de lanzamiento e hizo más efectivo y más humano al bombardeo de gran altura. Porque lo cierto es que el libro no es un canto al heroísmo y a la épica de unos jóvenes a los que desde su instrucción se les advertía del "trabajo sucio". "Van a ser asesinos de bebés y de mujeres", les dijo un comandante.

Desde las primeras páginas se aborda el dilema moral de estos ataques que redujeron 61 ciudades a cenizas y mataron aproximadamente a medio millón de civiles en Dresde, Hannover, Berlín... Y por eso el historiador también incluye los testimonios de los que sufrieron los bombardeos en tierra. Los amos del aire es un fascinante estudio global y personal sobre una guerra tremenda y salvaje dentro de la guerra que más destrucción ha provocado en toda la historia.
https://www.elespanol.com/historia/2024 ... 439_0.html

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NotaPublicado: 03 Jun 2024 12:33 
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"Había francotiradores por todas partes. Uno de ellos alcanzó el borde de mi casco y caí al suelo (...). La mayoría de los muchachos estaban apretujados contra el acantilado, intentando volar las alambradas con torpedos bangalore. Uno de ellos cayó al suelo y explotó entre el grupo. Otros intentaban lanzar granadas pero eran alcanzados según quitaban la anilla y la granada estallaba. Fue inimaginable. Fue una absoluta masacre", recordaba el exsoldado canadiense John Abernethy Poolton, superviviente del desastroso asalto aliado al puerto de Dieppe del 19 de agosto de 1942.

En aquel momento, la Alemania nazi parecía imparable. En África los panzer del mariscal Rommel se acercaban a El Cairo, haciendo retroceder al Octavo Ejército Británico. En las interminables estepas de la URSS se sucedían encarnizados combates en torno a las ciudades de Leningrado y Stalingrado, separadas por más de 1.500 kilómetros. Stalin, sometido a una enorme presión, demandaba a sus aliados occidentales que abrieran un segundo frente en Europa. Sus fuerzas estaban al límite.

Enrocados en las Islas británicas, el desembarco de Normandía aún era un proyecto y Reino Unido, EEUU y Canadá planearon una operación anfibia en las playas de Francia para probar equipos, foguear a los soldados y asestar un golpe de fuerza en el continente. Cerca de 6.100 hombres apoyados por blindados, ocho destructores y 74 escuadrones aéreos debían cruzar el canal de la Mancha, conquistar el puerto francés de Dieppe, dinamitar sus defensas y reembarcar a Inglaterra en 48 horas. Se estrellaron contra el Muro Atlántico, lo que aumentó la esperanza de los jerarcas nazis en aquella línea fortificada a medio terminar en 1944.


Se sigue debatiendo si la operación fue necesaria o fue una matanza inútil. "Sin lugar a dudas, el ataque a Dieppe fue estudiado cuidadosamente a la hora de planificar ataques posteriores contra la costa de Francia controlada por el enemigo. Hubo mejoras en la técnica, en el apoyo de fuego y en las tácticas, lo que redujo las bajas del Día D a un mínimo inesperado. Las lecciones aprendidas en Dieppe fueron fundamentales para salvar innumerables vidas el 6 de junio de 1944", sostiene el departamento del Gobierno canadiense destinado a apoyar a los veteranos.


Planificada para julio, el mal tiempo hizo retrasar la operación con nombre en clave "Jubilee". Muchos de los responsables quisieron abortar la misión, pero siguió adelante. El 19 de agosto de 1942 la flota se puso en marcha hacia sus objetivos: cinco playas en un frente de 14 kilómetros que incluía el puerto de Dieppe y varios pueblos a sus flancos.
Parte de la flota aliada atravesando el canal de la Mancha.



De los 6.100 hombres, 5.000 eran soldados canadienses, 1.000 comandos británicos y 50 rangers de EEUU. No todos llegaron a desembarcar ante el desastre de las primeras oleadas. Al principio tuvieron éxito en Pourville, en el sector occidental. Hubo poca resistencia y tomaron la primera línea. Bloqueados en el río Scie no llegaron a Dieppe. Ahí terminan las victorias de la operación.

En el flanco oriental, en torno al pueblo de Puys, las fuerzas del Regimiento Real de Canadá chocaron contra una estrecha playa batida por fuego de morteros y acribillada por ráfagas de ametralladoras. Un acantilado vertical de tiza les bloqueaba el camino y se agolparon en la playa, donde los guijarros frenaron las cadenas de los tanques.


"Comenzamos a trepar por el acantilado, había algunos de los nuestros allí arriba, pero no podían hacer nada. Le dieron al que iba delante de mí y cayó arrastrándonos hacia abajo a todos los que íbamos detrás (...). Un soldado hacía señales hacia el destructor que había en la costa. '¡Disparad un par de proyectiles! ¡Reventar el acantilado! ¡Da igual si nos dais pero haced algo!'. No pasó nada. Más tarde ese destructor [el HMS Berkeley] fue torpeado y se hundió", continuaba el superviviente John Abernethy Poolton en su relato recogido por el departamento canadiense de Asuntos de Veteranos.


Para tener éxito, los atacantes necesitaban sorpresa y oscuridad, pero no obtuvieron ninguna de las dos. La operación se retrasó media hora y las barcas llegaron con las primeras luces del amanecer. Al poco de zarpar fueron avistados por un convoy alemán que disparó contra la flota. El factor sorpresa se evaporó por completo.


La primera oleada, liderada por un regimiento escocés, apenas pudo salir de las playas de guijarros del puerto de Dieppe, batida por búnkeres y las casas del pueblo. Solo un pequeño pelotón llegó a las primeras edificaciones montando un punto fuerte en un casino. Los tanques llegaron quince minutos tarde solo para quedar inmovilizados en la playa o en las estrechas calles.

En el cielo el bombardeo masivo previsto en los primeros planes de la operación fue reemplazado por centenares de cazas que no lograron la supremacía aérea. Aquel día la Royal Air Force se empeñó a fondo y perdió 106 naves frente a la Luftwaffe.

Intentando mantener el orden se dio la consigna de retirarse. El soldado Kenneth Curry se dirigió a una de las barcas con cuatro prisioneros. Estaba atestada y no les dejaron subir. En medio del caos, ordenó a sus presos que se fueran y se lanzó al agua en busca de la salvación. Subió a una lancha en marcha cerca de la costa que iba al ralentí. Estaba llena de solados muertos, incluido el timonel, y saltó al agua de nuevo.
El peso de la derrota

"Estuve en el agua desde el mediodía hasta las 8 de la noche. Llegué a la playa en ropa interior. Me senté allí, no podía caminar y me comí mi ración de chocolate, rodeado de muertos que flotaban con sus salvavidas. Entre ellos busqué a mi hermano y no le encontré", narraría Curry. Más tarde intentó buscar refugio en unas casas cercanas pero fue hecho prisionero. Conducido junto al resto de los 1.946 capturados, encontró a su hermano durmiendo profundamente.


Al final del día, de los 4.963 canadienses que llegaron a las playas sólo regresaron 2.120, la mayoría heridos. Atrás dejaron los cadáveres de 916 canadienses, 53 británicos y un estadounidenses. El soldado Poolton también fue capturado. Tras caer del acantilado, quedó atascado en la playa frente al pueblo de Puys. Un soldado canadiense lanzaba alaridos enredado en alambre de espino. Estaba siendo devorado por las llamas y uno de sus compañeros lo remató de un tiro en la cabeza. Poco después entregaron sus armas.

"Nadie lo ordenó, pero comenzamos a recoger a los heridos. Los alemanes nos dejaron (...). Formamos en fila de a cinco y marchamos hacia Puys y luego a Dieppe. Alguien comenzó a tararear el himno francés y comenzamos a cantar. Los franceses lloraban, otros nos hacían la 'V' de la victoria. (...) Sabíamos que nos habían vencido, pero no agachamos la cabeza", diría Poolton.
https://www.elespanol.com/historia/2024 ... 151_0.html

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