La guerrilla española: el pueblo contra Napoleón
Tras la invasión francesa de 1808, muchos españoles, vencidos en el campo de batalla, optaron por continuar la guerra con otros medios, organizando emboscadas, asaltos y sabotajes contra las tropas.
En su campaña de 1809 Napoleón arrasó a un ejército formado por soldados y guerrilla en el paso de Somosierra antes de tomar Madrid y poner a su hermano en el trono.
«Un ejército invisible se extendió sobre casi toda España como una red de la cual no se escapaba ningún soldado francés que se alejara un momento de su columna o guarnición». Un colaborador francés del rey José I recordaba así en sus memorias la que fue la mayor obsesión para los franceses durante su ocupación de España entre 1808 y 1814: un ejército fantasmagórico, que golpeaba rápido, fuerte y por sorpresa; que se enfrentaba insolente a la máquina de guerra más poderosa de su tiempo; que buscaba insidiosamente los puntos débiles de su enemigo, sus descuidos, sus momentos de reposo; que no se permitía ningún respiro hasta conseguir sus objetivos, ni tampoco se lo daba al contrario; que perseveraba, en fin, por hacer de cada palmo de su sagrada tierra la tumba del invasor y de toda España la pesadilla de Francia: el infierno español.
Ese ejército temible estaba formado por grupos más o menos importantes de combatientes que procedían del ejército regular, el clero y la población civil española, principalmente la rural. En 1808, todos ellos, al ver cómo su país caía en manos de Napoleón, y sabiéndose incapaces de derrotar al enemigo con métodos convencionales, apelaron a un tipo de guerra que no era nuevo, pero que alcanzó en ese momento su máximo desarrollo: la llamada guerra de guerrillas. La táctica de la guerrilla se puso en práctica desde los primeros momentos de la invasión francesa, en mayo de 1808.
La biblioteca del emperador
En esos inicios de la guerra, la guerrilla se nutrió principalmente de soldados que habían abandonado sus unidades, incapaces de enfrentarse directamente al gran ejército napoleónico y que, formando partidas, optaron por combatir al enemigo sin estar sujetos a la rígida disciplina del ejército. En esta fase se producirá, por dos veces, la espectacular victoria en el paso del Bruc de los somatenes catalanes –tradicional milicia armada–; la segunda de ellas, con la estimable participación de grupos de soldados españoles evadidos de Barcelona.
El éxito del sistema fue tan clamoroso que la Junta Central publicó un Reglamento de guerrillas (diciembre de 1808) que será seguido de una Instrucción para el Corso terrestre (abril de 1809). Aunque el esfuerzo normativo quedará en papel mojado, el mensaje es claro: «Todos los habitantes de las provincias ocupadas por las tropas francesas están autorizados a armarse hasta con armas prohibidas, para asaltar y despojar siempre a los soldados franceses […] en suma, para hacerles todo el mal y daño que sea posible».
LA pesadilla de los franceses
A finales de 1808, Napoleón entra en España con sus mejores tropas para recuperar el control del país que los franceses habían perdido tras su derrota en Bailén, el 19 de julio de1808. El ejército español trata de detener esta segunda invasión en un marco de guerra convencional, lo que se saldará con la fulgurante victoria francesa. El constante retroceso del ejército regular español culmina con la batalla de Ocaña (noviembre de 1809). Es a partir de entonces cuando la guerrilla se convierte en la principal forma de resistencia de las fuerzas españolas; perdida la esperanza de expulsar a los franceses derrotándolos en campo abierto, el objetivo pasó a ser hostigar al ocupante mediante ataques por sorpresa.
El embajador de Francia en Madrid, conde de Laforest, escibirá en verano de 1810: «Las guerrillas aparecen por todas partes como enjambres y parecen dar muestra de mayor intrepidez conforme transcurre el tiempo». Aun así hay que tener en cuenta que el ejército regular español no desapareció del todo, sino que se recompondrá una y otra vez, mostrando igual perseverancia y testarudez que el pueblo que le inspiraba; el Ejército de Cataluña, de hecho, permaneció activo durante toda la guerra.
El período de auge de la guerrilla termina con la batalla de los Arapiles (julio de 1812). En ese momento, el ejército anglo-portugués, que se había mantenido principalmente agazapado en Portugal, y el incombustible ejército español inician la ofensiva final que acabará por expulsar de España a José I. El Consejo de Regencia publicará en esa misma fecha el Reglamento para las partidas de guerrilla por el que se subordina la actuación de los guerrilleros al mando militar, medida que acabará completándose en 1814 con la disolución e integración de la guerrilla en el ejército regular.
Podríamos definir a las guerrillas como unidades formadas mayoritariamente por combatientes no profesionales que no están sujetos a la rigidez normativa ni a las formas de actuación de los ejércitos regulares. Frente a los códigos y reglamentos que rigen la actuación de las fuerzas convencionales, los guerrilleros apuestan por una guerra irregular, totalmente distinta a las batallas campales de la era napoleónica, una guerra que nunca se da por perdida, a base de pequeñas acciones encaminadas a hacer la vida imposible al enemigo, sobre todo donde se siente más seguro: en su retaguardia.
Los guerrilleros organizaban emboscadas, golpes de mano en las guarniciones enemigas, controlaban los movimientos franceses, capturaban correos y convoyes de aprovisionamiento. Su objetivo era llevar a cabo acciones susceptibles de quebrantar la voluntad del enemigo y disminuir su capacidad combativa. Como señalaba el conde de Mélito, el oficial francés que citábamos al principio, «esta guerra de pequeñas dimensiones nos minaba sordamente. Sólo poseíamos el terreno sobre el que se encontraban nuestros ejércitos, y nuestro poder no se extendía más allá».
Una espiral de barbarie
En la guerra de la Independencia, la actuación de los guerrilleros y las represalias de los franceses crearon una espiral infernal de violencia. La contundencia, ferocidad y falta de compasión con la que se conducían los guerrilleros era sólo comparable a los excesos y el furor desatado por las tropas napoleónicas destinadas en España. Según François Lavaux, suboficial del ejército francés, «teníamos órdenes de arrasar a sangre y fuego cualquier aldea desde la que se nos disparase, sin respetar ni a los niños de cuna... Diariamente, durante seis semanas consecutivas, no hicimos otra cosa que quemar y saquear». Laurent Apollinaire, otro oficial francés, justifica este comportamiento por la crueldad de los españoles: «Si a veces las represalias fueron terribles, preguntad la causa a los guerrilleros, que no mataban sino después de haber martirizado a los prisioneros».
Los españoles, en efecto, emplearon los métodos más brutales en la lucha contra el invasor. Como describe Apollinaire, «nada faltó en sus atrocidades: el fuego, el agua hirviendo, la sierra, el hacha, la cuerda, el puñal, los ganchos; empleaban de todo, excepto aquello que librase de la vida con una muerte rápida». Sin lugar a dudas, algunas de las acciones llevadas a cabo por los guerrilleros distaron mucho de ser gloriosas e hicieron gala de una crueldad totalmente innecesaria.
Burgos fue saqueada y ocupada en noviembre de 1808 por el ejército francés, tras derrotar a las tropas españolas en la cercana llanura de Gamonal. En la
Sébastien Blaze, un farmacéutico del ejército francés que estuvo en España, relata en sus memorias: «Un comisario de guerra que viajaba con su mujer y su pequeño niño, acompañados por una débil escolta, fueron atacados y capturados por una guerrilla. Después de haber violado a esta dama en presencia de su marido, los insensatos, para prolongar la agonía de sus víctimas, las enterraron vivas una delante de la otra, con la cabeza fuera, poniendo en medio de ellas a su hijo destripado».
Trato especial recibían los colaboradores de los franceses. No fue extraño ver apalear hasta la muerte a las mujeres que habían tenido trato con el enemigo. La venganza sobre los traidores fue implacable. Se cuenta que Juan Martín, el Empecinado, se presentó en el lugar en que se celebraba la boda de un tal Rigo, un antiguo conocido que había traicionado la causa «patriota» al aceptar un empleo cerca de José I. Con la amenaza de pasar a cuchillo a todos los invitados, consiguió que se le entregara al «traidor», el cual fue trasladado inmediatamente a Cádiz donde fue decapitado en la plaza pública.
Ciertamente, hubo muchos casos de colaboracionismo, porque a fin de cuentas el pueblo tenía que seguir con sus vidas y tolerar la presencia francesa. Pero hay que reconocer que los guerrilleros tuvieron el apoyo mayoritario de la población rural y, de hecho, ésta fue una de las claves de su efectividad. Otra ventaja indiscutible era el perfecto conocimiento del terreno, que les permitía atacar y desaparecer como fieras en el monte. El coronel francés Lejeune decía que «los guerrilleros se comportaban como lobos hambrientos» y Pérez Galdós escribiría que su principal arma «no es el trabuco ni el fusil; es el terreno».
Cuenca fue varias veces ocupada y saqueada por los franceses a lo largo de la guerra. El Empecinado tenía su base en la zona entre Cuenca y Guadalajara, y tomó la ciudad en mayo de 1812. En la imagen, las Casas Colgadas, sobre la hoz del río Huécar.
Sin embargo, la mayoría de las acciones guerrilleras se diferenciaron poco de las ejecutadas por cualquier unidad regular. Julián Sánchez, el Charro, el guerrillero más famoso de la región salmantina, escribió desde Fuente de San Esteban, en julio de 1809, el siguiente parte de guerra: «Esta mañana hemos encontrado cerca de Tabera, a cinco leguas de Ledesma, un destacamento de 62 caballeros enemigos. Se formaron en batalla nada más vernos; les atacamos enseguida, escapándose únicamente dos; 28 han muerto y los otros 32 han sido hechos prisioneros, así como el comandante y un oficial con 37 caballos. Hemos tenido tan sólo dos soldados heridos».
Lo más sorprendente es que, días antes, el Charro había destrozado con sólo 22 lanceros otro destacamento francés muy superior en número y que no pasaba semana en la que no tuviera algún encuentro con el enemigo. De hecho, Julián Sánchez fue uno de los pocos oficiales españoles bien valorados por Wellington y entró a formar parte de su ejército en 1811 al mando de una brigada de 800 lanceros.
Se considera que, en torno a 1811, pudo haber cerca de 40.000 guerrilleros distribuidos por todo el territorio español. Cataluña, Galicia, Andalucía y Aragón parecen contar con el número más elevado de partidas, si bien todas las áreas rurales estaban infestadas de guerrilleros. La mayoría de los grupos eran poco numerosos, de forma que tan sólo una veintena de guerrillas llegaron a acaparar el 80 por ciento de los efectivos guerrilleros.
Espoz y Mina, apodado el rey de Navarra, llegó a mandar 8.000 hombres en ese territorio, los mismos que el Empecinado en Castilla y algo más que Nebot en el Maestrazgo o Díaz Porlier en Asturias. También cabe señalar que, de las más de 600 guerrillas que contabilizan algunos autores, la mayor parte estaban lideradas por eclesiásticos y militares, aunque sus integrantes eran principalmente campesinos y artesanos.
las razones de la lucha
En cuanto a las motivaciones para sumarse a la guerrilla tampoco existe un único modelo. Muchos eclesiásticos, por ejemplo, tomaron las armas en defensa de la religión que creían ver profanada, además de verse especialmente afectados por el cierre de conventos decretado por José I. Los militares también se unieron a la guerrilla para combatir a un ejército que difícilmente podía ser derrotado en campo abierto. A ello hay que añadir la deserción de no pocos soldados y la arraigada resistencia del pueblo a las levas, sobre todo en algunas regiones de España, donde prefirieron engrosar las filas de los guerrilleros o de cualquier tipo de milicia (somatenes, migueletes, cuerpos francos...) antes que someterse a la rígida disciplina militar.
Otros se hacían guerrilleros para ajustar cuentas con el invasor que les había violentado o, simplemente, como una prolongación de su habitual actividad delictiva como bandoleros o contrabandistas. Pero también subyacía una motivación patriótica determinante en muchos de ellos: la supervivencia de España, tal y como ellos la habían conocido hasta entonces, estaba en peligro porque un ente extranjero quería imponerles, a la fuerza, un rey y un gobierno.
En España, gracias en parte al esfuerzo de la guerrilla, el sueño imperial de Napoleón empezaría a derrumbarse como un castillo de naipes. El mismo Emperador de los Franceses acabaría reconociéndolo en su destierro de Santa Elena: «Esta desgraciada guerra de España ha sido una verdadera peste, la primera causa de las desgracias de Francia… Se indignaron ante la idea de la ofensa, se rebelaron a la vista de la fuerza, todos corrieron a las armas. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor».
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