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La lluvia no había cesado en los últimos cinco días en el valle del río Isonzo, al norte de Italia, donde transcurría la batalla de Caporetto. Las tropas alemanas, que habían sido enviadas a la zona para reforzar al ejército austrohúngaro y abrir brecha en el frente enemigo con un ataque sorpresa, sin bombardeo previo y valiéndose de señuelos, estaban empapadas y congeladas. Todos aguardaban impacientes la orden para iniciar la ofensiva que había de asegurar el monte Matajur, pero los minutos se consumían y el frío se acrecentaba. Al teniente Erwin Rommel, de 26 años, agotado, se le había encomendado la misión de avanzar lo máximo posible hacia el oeste.

Italia le había declarado la guerra a las potencias centrales en mayo de 1915. Tras más de dos años de enfrentamientos, la moral de las tropas italianas estaba por los suelos debido a dos motivos: el escasísimo territorio arañado a Austria y la enorme cantidad de bajas que habían sufrido, no solo a causa de las balas que se escupían de las otras trincheras, sino también de su alto mando, que ejecutaba a sus soldados por infracciones disciplinarias. La línea de defensa, en este contexto, no era todo lo férrea posible.
La operación encomendada a Rommel, futuro jerarca nazi y mariscal de la Wehrmacht durante la II Guerra Mundial, arrancó en la mañana del 24 de octubre de 1917. Bajo su mando marchaban varias compañías del batallón de montaña Württemberg. En esa primera fase de la ofensiva, bastante tranquila, el destacamento no alcanzó avances significativos en el plano militar aunque sí consiguió un botín, en ese momento, mucho más importante: reservas de comida destinadas a los oficiales italianos que les ayudaron a saciar el hambre.
Los alemanes se internaron en territorio enemigo a través de caminos ocultos que utilizaban los italianos para reabastecerse. En torno a las 9:15 de la mañana del día 25, y tras haber intercambiado alguna ráfaga de fuego, Rommel ya había hecho prisioneros a 1.500 soldados del bando aliado. "El trabajo marchaba sobre ruedas. Los vehículos capturados nos ofrecieron delicias inesperadas. De repente, todos los esfuerzos y batallas de las pasadas horas habían sido olvidadas", escribiría más tarde el teniente alemán en sus memorias, Infantry Attacks. Antes de ponerse el sol apresarían a otros 2.000 hombres y 50 oficiales italianos.
Al día siguiente, Rommel había ocupado Jevscek, un pequeño asentamiento al oeste de Lucio, donde los habitantes eslovenos habían ofrecido a sus hombres café y fruta. Ya solo quedaba la última fase de la ofensiva, que consistiría en un ataque frontal al monte Matajur. Esa misma mañana, la del 26 de octubre, a primera hora, se produjo un acontecimiento inesperado. Rommel se topó con el campamento del 89º regimiento de la brigada Salerno y en vez de acribillar a los italianos a balazos, los redujo con palabras:

"Con la sensación de ser obligado a actuar antes de que el enemigo decidiese hacer algo, salí del borde del bosque y, avanzando firmemente, exigí, llamando y agitando mi pañuelo, que el enemigo se rindiera y dejara las armas. La masa de hombres me miró fijamente y no se movió. Me encontraba ya a cien metros de la línea del bosque y era imposible ponerme a cubierto si recibía fuego enemigo. Tuve la impresión de que no debía quedarme quieto o estábamos perdidos".
Sorprendentemente, y movidos por su baja moral, los soldados italianos tiraron las armas, corrieron hacia Rommel, lo levantaron en brazos y gritaron:"¡Viva Germania!". Solo hubo un oficial que dudó en rendirse y recibió un balazo de uno de sus propios hombres. Los alemanes se enfrentaban ahora un problema logístico: cómo controlar a todos los prisioneros, que ya se contaban por varios miles. El teniente, al que luego se le conocería con el sobrenombre de El zorro del desierto, llamó a uno de sus oficiales y a tres soldados para que se hiciesen cargo de los reclutas de la brigada Salerno.

Sin embargo, desde el alto mando llegó una orden dirigida a Rommel que le obligaba a frenar la ofensiva, pero su respuesta fue enérgica: "Pensé en romper mi compromiso y regresar... ¡pero no! La directiva fue dada sin conocimiento de la situación sobre el terreno [ya se encontraban en las pendientes del monte Matajur]. Quedaba trabajo por hacer y cada soldado del batallón Württemberg, en mi opinión, equivalía a 20 italianos".

La mayoría de los hombres de Rommel fueron obligados a cumplir las órdenes y retroceder, pero el teniente alemán se quedó con un centenar de soldados de infantería y seis cuadrillas de ametralladoras pesadas. Y lo que había sucedido antes con el 89º regimiento del batallón Salerno, se repitió con el 90º regimiento, aunque en esta ocasión sí fue necesario intercambiar varias ráfagas de fuego antes de que entregasen las armas. "Rápidamente, antes de que los italianos se diesen cuenta de los pocos que éramos —narraría Rommel—, separé a los 35 oficiales de los 1.200 hombres. El coronel capturado se enfureció cuando vio que éramos solo un puñado de soldados alemanes".
Algunos de los soldados italianos hechos prisioneros por Rommel.

Minutos más tarde, al mediodía del 26 de octubre, Rommel y su compañía hicieron cima en lo alto del monte Matajur y dispararon una bengala blanca y tres verdes en señal que la operación había sido un éxito. En un intervalo de 52 horas y sin apenas descanso, Rommel había capturado 81 armas pesadas, 150 oficiales y 9.000 hombres. Solo seis de sus hombres murieron en el enfrentamiento y 36 resultaron heridos. Fue una operación de proporciones homéricas que le valió la más alta condecoración prusiana, la Pour la Mérite, y el ascenso a capitán. Caporetto fue la graduación por todo lo alto de Erwin Rommel en la Gran Guerra.
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NotaPublicado: 11 Nov 2018 09:32 
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En el vagón de un tren de ferrocarril en Compiègne, al norte de Francia, Matthias Erzberg, ministro sin cartera del Gobierno alemán, acompañado de más emisarios de Berlín, se sentó enfrente de Ferdinand Foch, francés y comandante en jefe de los ejércitos aliados. Sobre la mesa se amontonaban los papeles que ratificarían la paz tras cuatro años de sangre y muerte, el fin de la I Guerra Mundial. No había ya nada que negociar porque las potencias centrales habían sido derrotadas. "A pesar de mis deseos, no me dieron más instrucciones que la de firmar un armisticio a cualquier precio", revelaría Erzberg más tarde.

La negociación, por llamarlo de alguna manera —Foch se mantuvo inabordable a cualquier petición de los alemanes pues sabía que no había ninguna razón para ceder—, duró unas tres horas. A las 5:12 de la madrugada del 11 de noviembre de 1918, Erzberg claudicó ante las duras condiciones redactadas por los aliados y plasmó su firma sobre la propuesta de armisticio. Este, sin embargo, no entraría en vigor hasta seis horas más tarde, una fecha simbólica: el día 11 del mes 11 a las 11 horas. La guerra había acabado.

Rápidamente, Foch envió un telegrama a todos los comandantes aliados informando de la esperada noticia, ya se podían guardar las armas: "Cesen las hostilidades en todo el frente el 11 de noviembre a las 11 de la mañana, hora francesa". Pero en esas seis horas, varios miles de muertes totalmente innecesarias siguieron produciéndose. El absurdo de la guerra maximizado; una bala perdida o un sprint estúpido hacia la trinchera enemiga cuando todos los soldados no hacían otra cosa que mirar el reloj.
Augustin Trébuchon, el último soldado francés muerto en la guerra.

Augustin Trébuchon, el último soldado francés muerto en la guerra.

Queda constancia de varios fallecimientos ilustres registradas en el último cuarto de hora de la contienda. El último soldado francés en caer fue Agustin Trébuchon. Entre las 10:40 y las 10:50 recibió un disparo en la cabeza en una localización todavía desconocida, en algún punto entre el ferrocarril y el río de Mosa, cerca de Vrigne-Meuse, un pueblecito de 350 habitantes perteneciente a la región de Champaña-Ardenas. Trébuchon era un campesino que llevaba cuatro años saltando de trinchera en trinchera, desde el inicio de la guerra; y por diez míseros minutos fue privado de ver de nuevo al mundo sumergido en paz.

Pero Trébuchon no sería la última víctima mortal, sino un joven soldado estadounidense de 23 años, de nombre Henry Gunther, que había sido degradado del rango de sargento por criticar en una carta enviada a sus amigos las pésimas condiciones de vida que había que soportar en las trincheras. Además de eso, les recomendaba que evitaran enrolarse en el ejército. Los censores militares interceptaron el mensaje y lo castigaron.

En un estúpido arrebato de orgullo, Henry Gunther, en esa mañana del 11 de noviembre, decidió desacatar las órdenes de sus superiores y lanzarse al abismo, a los brazos de la muerte. Su compañía se encontró con un nido de ametralladoras alemanas al norte de Verdún. Les habían ordenado mantener las posiciones a la espera de que los minutos se fuesen consumiendo y el armisticio entrase en vigor. Pero Gunther entendió que aquella era su última oportunidad para recuperar la jerarquía perdida. Su misión no era épica sino suicida.

Saltó de la trinchera desobedeciendo las advertencias de su sargento y rebelándose contra la sensatez que le reclamaban sus compañeros. Agarró la bayoneta y comenzó a correr hacia las posiciones enemigas. Los alemanes, perplejos, gritaron a Gunther que el fin de la guerra era inminente. Dispararon tiros al aire pero el soldado estadounidense tampoco se ponía a cubierto. Y así hasta que una bala impactó en su cuerpo y le segó la vida. Eran las 10:59 horas, solo un minuto más tarde finalizó la Gran Guerra. Aunque no lo pudo ver con sus propios ojos, el ejército de EEUU le restauró, de forma póstuma, su condición de sargento. La victoria inútil de Henry Gunther.
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En La batalla del Marne (HRM Ediciones, 2022), su primera obra, el joven historiador Ismael López Domínguez defendía que este choque entre alemanes y aliados, registrado a principios de 1914, inauguró el amanecer de una nueva era de destrucción y actuó como el canto de cisne de una forma de combatir que había dominado los campos de toda Europa desde los tiempos de Napoleón Bonaparte. Fue el punto de inflexión dentro de una Gran Guerra de dimensiones nunca vistas, tanto por la cantidad de recursos humanos involucrados como por la dimensión de los avances tecnológicos aplicados al objetivo de derrotar al enemigo.

Esa metamorfosis, de la guerra decimonónica a la moderna, mecanizada y especializada, de los músculos de los soldados a la fuerza de los motores, el aceite y la gasolina, la analiza ahora el investigador de forma mucho más amplia y vasta en La guerra de las trincheras (Ático de los Libros), un ensayo de casi mil páginas que presenta una historia completa y total, actualizada con las últimas perspectivas historiográficas y prestando atención a todos los ámbitos —militar, político, social y económico—, de los cuatro años de combates en el Frente Occidental.

Metiéndose en los despachos de los generales y la vida cotidiana de los soldados de ambos bandos, gobernada por el barro y las epidemias, el miedo a las nuevas armas o los fétidos olores, López Domínguez ha elaborado una obra de divulgación de enorme calidad, sustentada en multitud de fuentes primarias y estudios modernos, que desgrana todas las claves de este teatro de operaciones de la I Guerra Mundial, escenario de hiperbatallas como las de Verdún o del Somme, pero también de campañas más desconocidas por el gran público.
Infantería alemana durante unas maniobras en el periodo de preguerra.


"Mi idea con este libro es proporcionar a la gente interesada en el tema una narración que no está disponible en español y brindar cosas que no se han contado, como las operaciones de 1915, un año de transición el que los combatientes se dan cuenta de que la contienda va a ser larga", explica el autor en referencia a una serie de brutales combates que tuvieron lugar en las regiones de Champagne, Neuve-Chapelle, Ypres o Artois y que permanecen ensombrecidas por el desastre aliado en Galípoli.


A lo largo de ese año se perfeccionó probablemente el elemento más característico de la Gran Guerra: las trincheras, hogar de decenas de miles de movilizados que se enfrentaron a enemigos comunes como los parásitos, el silbido de los obuses o la mugre. Y a un paisaje desolador: "Cualquier hombre que quisiera llegar a la trinchera tenía que deslizarse entre los muertos. En varios lugares se utilizaban brazos y piernas que sobresalían del suelo para indicar el camino", recordaba un suboficial alemán, que añadía en su reflexión: "No sé cómo no nos volvimos locos".



"A la guerra de trincheras se llega primero por necesidad", detalla Domínguez. "Aunque parezca mentira salvó a millones de combatientes. La guerra de movimientos fue mucho más sangrienta: en 1916, pese a las grandes batallas del Somme o de Verdún, Francia perdió menos soldados que en los primeros cuatro meses de 1914. También es verdad que faltaban los medios tecnológicos para atravesar esos sistemas defensivos: lo más interesante del Frente Occidental es que estamos viviendo en directo cómo evolucionaba el modo de hacer la guerra, de un estilo decimonónico, con soldados con pantalones rojos y quepis, a disponer de cascos, ametralladoras más ligeras, subfusiles, granadas de mano, carros de combate...".



El graduado en Historia por la Universidad de Alcalá de Henares analiza minuciosamente la composición de los ejércitos y su tecnología. El francés de 1914, asegura, era un contingente del siglo XIX, con un fusiles obsoletos y unos uniformes atrasados, pero al final de la contienda se había convertido en el mejor del planeta, con fábricas de carros de combate —a partir de 1917 se convirtieron en un apoyo esencial para los movimientos de la infantería— y de camiones y soldados entrenados para el asalto.

También desmonta mitos como que la ametralladora fue el arma más importante —"lo fue la artillería, sin duda"—, que la Gran Guerra supuso el final de la caballería, que las tropas iban fundamentalmente a pie o que los generales lanzaban sin pudor a la infantería contra las defensas enemigas. "En las academias militares les habían instruido en una estrategia bélica basada en las enseñanzas de Moltke el Viejo, pero persiguieron en verdad soluciones para sortear la nueva forma de hacer la guerra", comenta. Las tácticas y estrategias bélicas cuentan con gran protagonismo en un ensayo trenzado además con intención narrativa. El mayor avance de todos, no obstante, se registró en el apartado químico, con el empleo de gases venenosos y el efecto que provocó en los soldados.



En la guerra de 1914-1918 no hubo una batalla claramente decisiva como sí ocurrió con Stalingrado en la de 1939-1945. "Somme y Verdún son triunfos aliados, ¿pero de qué tipo? ¿Dónde están los prisioneros?", reflexiona Domínguez. ¿Qué le falló a Alemania, la gran potencia militar al inicio de las hostilidades, para poder golpear con fuerza y reducir las posibilidades aliadas?

"Lo primero que falla es su perspectiva de cómo ganar la guerra: piensan que Rusia se va a movilizar mucho más despacio porque era todavía un país feudal, pero en 15 días estaban invadiendo Prusia Oriental", responde el historiador. "Los alemanes tampoco son capaces de derrotar por completo al ejército francés. Cuando te acercas a la batalla del Marne, que fue el punto culminante de esta primera campaña de 1914, se hace muy difícil ver a los alemanes conquistando París porque lo tenían todo en contra. Tuvieron otra oportunidad para ganar la guerra: en 1918, cuando invaden otra vez toda la zona de París, la Ofensiva Ludendorff u Operación Michael. Ahí la sensación que tienen los aliados en las memorias es que no los derrotaron por muy poco".
https://www.elespanol.com/historia/2024 ... 188_0.html

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