Muy bueno el video, y sobre todo los "efectos especiales",
.
A colacion con el tema al que unos post mas atras hice sobre la instruccion sicologica, os dejo este articulo del XLSemanal:
LA DRAMÁTICA HISTORIA DEL CABO PRIMERO
JOE DWYER
El infierno del héroe americano
Esta foto del cabo primero Joe Dwyer salvando la vida de un niño iraquí dio la vuelta al mundo. sólo Cinco años después, el héroe se quitó la vida en su casa. No es un caso aislado: En 2009 murieron más soldados norteamericanos por suicidio que en el campo de batalla. Sin embargo, su historia ha tenido consecuencias: Un psiquiatra y monje benedictino quiere cambiar las cosas.
Los policías derriban la puerta de la casa. En el interior, el propietario, tirado en el suelo, busca aire desesperadamente. Está cubierto de orina y heces. Se trata del cabo primero Joe Dwyer, un héroe nacional.
A su alrededor hay docenas de pulverizadores que sirven para limpiar ordenadores, pero que también se pueden usar como narcotizantes y, a la larga, atacan al corazón y los pulmones. «Ayúdenme, no puedo respirar», les dice el hombre, entre gemidos, a los policías.
Una taxista había llamado a los agentes. Desde hacía unos meses llevaba al hombre a las tiendas de los alrededores casi todos los días; allí compraba los pulverizadores. Había destrozado su coche al intentar esquivar un objeto en la carretera. Pensó que era una bomba iraquí.
Joseph Dwyer murió ese mismo día de verano, a los 31 años de edad. Fue enterrado con honores militares. Al final de la ceremonia, un oficial se arrodilló ante Matina, su esposa, y le entregó la bandera plegada que cubría el ataúd, una muestra del reconocimiento del Ejército.
Y es que Joe Dwyer, muerto en la soledad y en condiciones lamentables, era un héroe. Su foto en la que salva a un niño iraquí en medio de un tiroteo dio la vuelta al mundo. Corría marzo de 2003. «Era la imagen de la guerra que todos querían ver», dice Warren Zinn, el autor de la instantánea. Así quería verse América: valiente, compasiva...
La mujer de Joe comenta que «Joseph no se suicidó. Murió por las heridas que la guerra le dejó en la cabeza. Me causa mucha paz saber que ya no tendrá que luchar contra sus horribles recuerdos. Su muerte sólo se me hace soportable si pienso que quizá ésa es su forma de ayudar a otros». Lo dice porque, tras la muerte de su esposo, un psicólogo del Ejército ha empezado a desarrollar nuevas terapias para ayudar a los soldados que vuelven con
problemas como él.
Joe Dwyer padecía síndrome de estrés postraumático. Cada vez, más soldados regresan a Estados Unidos con este trastorno, pero también a Europa. Se calcula que 300.000 soldados norteamericanos lo padecen, muchos no acuden al médico por miedo a que se los declare locos. Hasta ahora, sólo la mitad de aquellos que superan su vergüenza y buscan ayuda son `mínimamente´ tratados.
En 2009 murieron más soldados norteamericanos por suicidio (334) que en el campo de batalla en Iraq (149). En 2008, los militares comprobaron que unos mil veteranos al mes intentaban quitarse la vida. Más de cien veteranos de Iraq o Afganistán han perdido completamente el control y han asesinado a otras personas; un tercio de las víctimas eran novias, esposas u otros familiares.
John Fortunato apreció los primeros signos de esta epidemia hace cinco años. Este psicólogo del Ejército de Estados Unidos trabaja en la base de Fort Bliss en Texas. Los soldados que volvían de Iraq y que esperaban turno ante su consulta hablaban de culpa, pánico e ira. Él les recetaba pastillas, como los otros psicólogos. Escribía informes. Licenciaba a los soldados, los declaraba inútiles para el servicio, pero también para la vida cotidiana.
Fortunato tuvo que redactar uno de estos informes sobre Dwyer. Aquel caso lo conmovió. «Era un tipo estupendo, con sentido del humor», cuenta Fortunato. Fue su lento deterioro lo que lo ha llevado a crear su propio centro de tratamiento para convertir a estos `desechos bélicos´ de nuevo en personas. Las instalaciones ya han sido inauguradas, los oficiales dieron discursos, un general cortó la cinta.
Joe tenía 24 años cuando se alistó. Fue acuartelado en El Paso y compartió con otros cuatro compañeros una habitación sin ventanas; estaban integrados en los servicios sanitarios. Los cuatro, Joe Dwyer, Dionne Knapp, Angela Minor y su jefe, José Salazar, se caían muy bien. «Hablábamos de nuestros sentimientos, de lo que teníamos dentro –afirma Dionne Knapp–. Y Joe para mí era como el hermano pequeño que nunca tuve.» Los demás soldados los llamaban `los cuatro mosqueteros´.
Cuando Dionne recibió una orden de traslado a Iraq, le dijo a Joe que no podía dejar solos a sus hijos, que prefería desertar antes que ir a la guerra. Al día siguiente, Joe se presentó ante su superior. «¿Por qué no me envían a mí?»
En febrero de 2003, Matina acompañó a su marido hasta el autobús. Él le dijo que había sido destinado a un hospital en Kuwait. No era verdad. Joe Dwyer fue destinado en realidad al Séptimo Regimiento de Caballería, una unidad legendaria, «la punta de lanza» en el avance sobre Bagdad, según un oficial. «Tardamos 21 días en llegar a Bagdad –declaró Dwyer más tarde–. Sólo hubo cuatro días en los que no nos dispararon.»
Warrin Zinn, fotógrafo, también avanzó con la unidad de Dwyer. El quinto día de guerra, el convoy de vehículos norteamericanos, de seis kilómetros de largo, tuvo que detenerse ante un puente destruido. Los misiles iraquíes caían a izquierda y a derecha. De repente, un iraquí se dirigió hacia el convoy con un niño herido. Dwyer fue el primero en salir a descubierto y avanzar hacia ellos. Tomó al chico en sus brazos y se dio la vuelta. En ese mismo momento, Zinn presionó el disparador de su cámara. Poco después, otro sanitario extrajo un fragmento de granada de la rodilla del niño. Se llama Alí y entonces tenía cuatro años.
La foto dio la vuelta al mundo. Matina la vio en la portada del periódico USA Today. Maureen, la madre de Dwyer, también. Ella siempre había tenido el presentimiento de que su hijo nunca volvería a casa.
Pero Joe Dwyer volvió a casa en junio, después de tres meses en Iraq. Estaba delgado, serio, hablaba poco. Matina y él estaban de acuerdo: Joe no quería contar nada, ella tampoco quería oír desgracias. No sabían que estaban haciendo justo lo equivocado.
De vuelta al cuartel en Fort Bliss, Joe se compró dos pistolas y un fusil de asalto. Empezó a frecuentar el campo de tiro. Se ponía muy nervioso cuando veía una caja de cartón en la cuneta de la carretera. «¿Será una bomba?» En los restaurantes se sentaba de espaldas a la pared para que nadie lo sorprendiera por detrás.
Las cosas empeoraron cuando `los mosqueteros´ se separaron. Dwyer hablaba por teléfono con Angela casi todos los días. Así se enteró ella de que Joe se pasaba horas y horas bebiendo dentro de su coche: cerveza, doce latas, una detrás de otra; y empezó a inhalar un spray para liberarse de los demonios. Un día no lo resistió más y le contó algunas otras cosas: «Vio morir a personas. Vio morir a niños», dice Angela.
Joe habló de un niño iraquí. El chico vio un un arma tirada en el suelo. «No la cojas, no la cojas», susurró el soldado que estaba con Joe. Pero el niño tomó el arma y los soldados le dispararon. «No sé quién apretó el gatillo. Joe no quería que lo supiéramos. Se sentía culpable, buscaba perdón», afirma Angela.
Joe y Matina vivían en una modesta vivienda. Joe empezó a abrir la puerta con la pistola en la mano. La mitad de las tardes, cuando Matina volvía a casa desde el trabajo, su marido la tomaba por un iraquí. Joe seguía en la guerra. Ella tenía que quedarse dentro del coche durante horas, delante de la casa. Hasta que su marido inhalaba tanto como para desmayarse o los delirios remitían. Por la noche dormían juntos o Joe se tumbaba en el suelo del cuarto de estar e inhalaba cada medio minuto. Matina oía la descarga del aerosol a través de la puerta. Le suplicó que lo dejara.
Se arrodillaba junto a él con la Biblia en la mano. Leía en voz alta: «Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré». Rezaba: «Dios, haz que lo deje».
Los amigos de Dwyer estaban preocupados, tenían que hacer algo. Angela Minor vació su cuenta corriente y voló desde Nueva York. `Los tres mosqueteros´ intentaron convencerlo de que les entregara sus armas. Joe lloró de alegría cuando los vio. ¿Pero entregarles sus armas? Nunca. «Sí, es verdad, piensa que está en Iraq –se dijeron–. Que está en la guerra.» El plan de los amigos fracasó. Al día siguiente, Dionne llamó a varios hospitales. No recibió ayuda.
Poco después, el 6 de octubre, sobre las nueve de la noche, la Policía recibió una llamada. Joe Dwyer había sacado un espejo por la ventana del dormitorio para espiar a los iraquíes. Había transmitido por teléfono y en código militar las coordenadas para un ataque aéreo. Quería dirigir los aviones de combate hasta su propia casa. Luego escuchó ruidos fuera: ¿iraquíes intentando entrar?
El cabo primero Dwyer abrió fuego. Más de 200 disparos. Normalmente, los policías texanos no se andan con miramientos, pero el superior de Dwyer estaba presente y le enseñó la foto al comandante de la unidad de asalto. Le dijo que el que estaba disparando era un héroe. Tres horas después, Joe se entregó.
Al día siguiente, Dionne le escribió un correo electrónico al comandante de Fort Bliss. «Los militares, que tan orgullosos estaban cuando lo condecoraron, lo han dejado de lado», se lamentaba. Tras el tiroteo, Joe empezó a recibir tratamiento. Le dieron fármacos, terapia. No sirvió de nada. Dwyer fue enterrado con honores.
Más de un año después se ha inaugurado en Fort Bliss el Centro de Convalecencia y Recuperación. Los muebles de la pequeña oficina de Fortunato son sencillos. No le importan las apariencias. Fortunato es un monje benedictino, pero también fue soldado en Vietnam. Cuando volvió, se «cagaba en los pantalones» al oír un coche intentando arrancar.
Un trauma de guerra suele llevar asociados tres comportamientos típicos. Uno de ellos es que los soldados evitan las situaciones que les producen angustia. Como Joe Dwyer, que dejó de ir al cine. Sin embargo, en su cabeza se proyectaban películas en sesión continua. Películas con camaradas muertos; en las que ellos mismos matan.
Y siempre están en tensión. Durante el combate, los sentidos deben estar alerta. Sólo así se puede sobrevivir. Pero en la paz, eso conduce al desastre. «Al cabo de un tiempo –dice Fortunato–, el sistema nervioso se funde.»
La primera respuesta de la medicina a este problema son los tranquilizantes. En las terapias, a los soldados se les pide que cuenten esas películas que van viendo en su cabeza para, de ese modo, dar salida a su ira, pero no es suficiente.
Por eso, Fortunato estudió a fondo el trastorno e identificó los nueve puntos sobre los que actúa su programa. Primero intenta combatir la tensión constante. La cabeza hace que el cuerpo se vuelva loco, según Fortunato. Así que hay que intentar que el cuerpo se relaje. A eso ayudan la acupuntura, los masajes y el reiki, un método japonés, «el más efectivo de los que usamos aquí». «El reiki es un poco como la imposición de manos –afirma Fortunato–. Por eso, al principio sus superiores pensaban que había perdido un tornillo.»
Los soldados juegan al waterpolo dos veces a la semana. «Los ayuda a convertirse otra vez en seres sociales. ¿Cómo podrían hacer lo mismo las pastillas?», pregunta Fortunato. Los soldados tienen que salir todos los jueves. Para alguien que ha tomado parte en los combates callejeros de Faluya, el lugar más terrorífico es un centro comercial. «Los soldados llaman al Wal-Mart `el reino del mal´», dice Fortunato; mucha gente, poca visibilidad, un entorno difícil de controlar. Cuando aparece el pánico, sus pacientes deben intentar controlar la ansiedad mediante la respiración.
Tras el tratamiento, el 60 por ciento de ellos se siente lo suficientemente bien como para regresar a la guerra. Normalmente, se considera que el 30 por ciento es un porcentaje aceptable. Cada soldado dado de baja por síndrome de estrés postraumático le cuesta al Ejército 350.000 dólares. El tratamiento de Fortunato, unos 28.000 por paciente. «Los números no me importan –asegura él–, sólo cuentan los soldados. Pero me han servido para convencerlos.»
Fortunato ha recibido la visita de todos los `peces gordos´ del Ejército. También han venido congresistas y mandos europeos. Saben que este problema se hará tanto más acuciante cuanto más larga se haga la guerra en Iraq y más cruentos se vuelvan los combates en Afganistán. Y parece que Fortunato es quien mejor preparado está para curar sus secuelas.
Matina Dwyer dice que su marido deseó en muchas ocasiones haber perdido una pierna en la guerra en lugar del alma. Y añade que «el doctor Fortunato nos ha explicado cosas que realmente no sabíamos». Como lo importante que es hablar, por ejemplo.
Tras su licenciamiento, Joe Dwyer recibió una pensión de 2.700 dólares por su condición de incapacitado total. Se mudó con Matina a casa de sus padres en Carolina del Norte, una casa preciosa junto a un lago, con embarcadero. Pero Joe no consiguió librarse de Iraq ni siquiera allí. Se pasaba el día pescando, hasta 16 horas seguidas. Daba paseos en moto. Se alegró mucho cuando nació su hija, pero el bebé empezaba a gritar cuando su padre se acercaba.
La cosa empeoró cuando Dwyer compró la granja en Pinehurst. Tenía rosales en la entrada, olía a pino. Pero Joe bajaba las persianas y se pasaba horas delante de sus videojuegos de guerra. Se compró un fusil de asalto. Cuando Matina intentó quitárselo, él la amenazó. «Alguien va a acabar muerto.» Matina se marchó con su hija, Meagan.
Joe Dwyer murió tres meses después